El país de las bocas cerradas’
Había una vez un país donde todos hablaban mucho. Desde que aprendían a hablar, desde muy pequeños, no podían parar. Hablaban sin descanso: mientras caminaban, mientras comían… ¡hasta hablaban en sueños! Y como todos hablaban a la vez y ninguno escuchaba, no se entendían.
Las aldeas cercanas llamaban a este lugar Habladoritlán. Y apenas se acercaban, porque no había manera de entenderse con sus habitantes. ¡Hasta los pájaros huyeron, hartos de tanto parlanchín!
Desde luego que esto era un problema, así que el rey de Habladoritlán, cansado de esta situación, reunió a todos los habitantes y les dijo:
– ¡Ya esta bien de hablar y hablar sin parar! ¡Si ni yo puedo oírme a mí mismo! Me duele la cabeza y los oídos… A partir de ahora, está prohibido hablar. Quien lo haga, será castigado y tendrá que escuchar durante todo un día a los más chismosos del lugar.
¡A los más habladores! Eso sí que era un castigo ejemplar. Claro, y como nadie quería ese castigo, desde entonces, ninguno abría la boca. Bueno, sólo para comer y beber. Y Habladoritlán pasó a llamarse Callatitlán, porque todos estaban callados.
El país de las bocas cerradas y su problema
Pero resulta que esto también comenzó a convertirse en un problema. Tampoco podían comunicarse, más que con ruiditos y señas.
– Mmmmm mmmm mmmm- decía uno.
– Ummm mmmm ummm- decía el otro.
Intentaban entenderse con gestos, pero por la noche, no podían verse. También lo intentaron con dibujos, pero mientras caminaban, no podían dibujar.
Desesperados, algunos callatitlenses, fueron a ver al rey:
– Mmmm mmmm ummm mmm- le dijeron.
– Mmmmm- respondió.
– ¿Mmmmm?- preguntaron.
– Está bien- dijo al fin el rey-. Dejaremos el silencio, pero tampoco volveremos a hablar sin parar. A partir de ahora, unos hablarán y otros callarán hasta que llegue su turno.
Y así es cómo los habitantes de Habladoritlán, después Callatitlán, aprendieron a escuchar.
Había una vez un país donde todos hablaban mucho. Desde que aprendían a hablar, desde muy pequeños, no podían parar. Hablaban sin descanso: mientras caminaban, mientras comían… ¡hasta hablaban en sueños! Y como todos hablaban a la vez y ninguno escuchaba, no se entendían.
Las aldeas cercanas llamaban a este lugar Habladoritlán. Y apenas se acercaban, porque no había manera de entenderse con sus habitantes. ¡Hasta los pájaros huyeron, hartos de tanto parlanchín!
Desde luego que esto era un problema, así que el rey de Habladoritlán, cansado de esta situación, reunió a todos los habitantes y les dijo:
– ¡Ya esta bien de hablar y hablar sin parar! ¡Si ni yo puedo oírme a mí mismo! Me duele la cabeza y los oídos… A partir de ahora, está prohibido hablar. Quien lo haga, será castigado y tendrá que escuchar durante todo un día a los más chismosos del lugar.
¡A los más habladores! Eso sí que era un castigo ejemplar. Claro, y como nadie quería ese castigo, desde entonces, ninguno abría la boca. Bueno, sólo para comer y beber. Y Habladoritlán pasó a llamarse Callatitlán, porque todos estaban callados.
El país de las bocas cerradas y su problema
Pero resulta que esto también comenzó a convertirse en un problema. Tampoco podían comunicarse, más que con ruiditos y señas.
– Mmmmm mmmm mmmm- decía uno.
– Ummm mmmm ummm- decía el otro.
Intentaban entenderse con gestos, pero por la noche, no podían verse. También lo intentaron con dibujos, pero mientras caminaban, no podían dibujar.
Desesperados, algunos callatitlenses, fueron a ver al rey:
– Mmmm mmmm ummm mmm- le dijeron.
– Mmmmm- respondió.
– ¿Mmmmm?- preguntaron.
– Está bien- dijo al fin el rey-. Dejaremos el silencio, pero tampoco volveremos a hablar sin parar. A partir de ahora, unos hablarán y otros callarán hasta que llegue su turno.
Y así es cómo los habitantes de Habladoritlán, después Callatitlán, aprendieron a escuchar.