LAS TRES ROSAS
Vivía solo. En una bonita casa, al norte del Granada, rodeada de un gran jardín florido y verde. Ni era suya la casa ni el jardín ni disponía de dinero ni decidía nada de lo que se hiciera, tanto en la casa como en el jardín y el pequeño huerto. Pero aquí lo dejaban vivir y cada día le daban el alimento que necesitaba. Con casi nadie hablaba ni con los vecinos ni con los que cuidaban del jardín huerto aunque a diario los veía. Su mundo, hermoso en apariencia, lleno de silencios y paz, solo era su propio sueño, sin nombre y que a nadie importaba. Por eso, desde pequeño, se fue refugiando en su corazón, en sus sentimientos, gusto por las cosas de las montañas, ríos, plantas, animales y manantiales de aguas claras. Y según los años fueron pasando, su soledad crecía, más se refugiaba en sí y menos contaba a nadie ni siquiera cuando su cuerpo de carne le dolía. Y le dolía con frecuencia los oídos, la cabeza, los pies, la barriga y hasta el corazón. De aquí que, cuanto más envejecía, su salud venía a menos y sus ganas de vivir y seguir unos días o meses más en este mundo, disminuían. Con frecuencia y, sobre todo por las noches y al levantarse por la mañana, se decía: “Debería morirme ya. ¿Para qué quiero tres días más si nada alivia estas penas y dolores míos y a nadie tengo con quien compartir mis desdichas?”
Y una mañana de primavera, cuando las rosas florecieron, del jardín de la casa donde vivía, cogió tres. Salió a la calle, caminó despacio hacia el corazón de la ciudad, cruzó el semáforo y según iba bajando por donde el edificio histórico, miraba a un lado y otro. Se decía: “Necesito darle estas rosas a alguien. A una joven que al cruzarse conmigo, me sonría, a una niña que camine por la calle de la mano de su madre, a una muchacha extranjera que busque en el mapa, portando su mochila a las espaldas… Mi corazón, hoy más que nunca, necesita regalar una rosa a la persona que sueño y desconozco aunque solo reciba a cambio una leve sonrisa o una breve palabra de gracias”.
Recorrió toda la calle, cruzó la pequeña plaza y avanzó por la estrecha vía hacia el río Darro. Miraba y miraba a todas las jóvenes que en dirección contraria se le iban cruzando y sentía la tentación de pararlas, ofrecerle un saludo y regalarle una de las tres rosas pero no se atrevía. Llegó a Plaza Nueva y mientras la atravesaba en busca del camino del río, pensaba pasar cerca de los bancos que en esta plaza hay. En todos ellos vio a jóvenes extranjeras sentadas tomando el sol, leyendo algún libro, mirando planos, hablando con las amigas o comiéndose un helado. Y su corazón ardía en deseos de pararse frente a estas jóvenes y decirles:
- Te regalo esta rosa.
Y hasta le parecía ver la cara de sorpresa de la joven y oír sus palabras en inglés, francés, alemán o ruso:
- oh, thank you, is a very beautiful pink. - Oh, merci, c'est une très belle rose - oh, danke, ist eine sehr schöne rosa - ой, спасибо, это очень красивый розовый.
Pero a ninguna de estas jóvenes dio ninguna de sus tres rosas. Tampoco a las personas que iban o venían por la Carrera del Darro ni a las muchachas que cruzaban por el Puente del Aljibillo, camino de la Alhambra o del barrio del Albaicín. Al llegar a este lugar, se paró, en el pequeño muro de piedra, se sentó, sacó papel y bolígrafo de su bolsillo y escribió en siguiente poema:
Sentando junto al río,
frente a la Alhambra en lo alto,
y en el rellano chiquito
antes del Avellano,
sueño que ya me he ido
y estoy llorando.
Me duele el corazón
de tanto esperar callado,
de tanto como me duele
el tiempo hondo y amargo
en el alma y el oído
y de la soledad, su abrazo.
Quisiera morir ahora mismo,
en este instante y callado
tal como siempre he vivido.
¿Para qué quiero tres días más
seguir en mi dolor respirando?
Nada espero ya de nada,
ni una palabra ni abrazo
y menos espero tu presencia
porque ya son tantos años
que tres días más o un mes
ni siquiera merece pensarlo.
Ojalá vinieras a mi muerte
no para darme tu mano
cuando ya no la necesito
pero no, no me des un abrazo
cuando ya mi cuerpo
sea silencio apagado.
Entonces solo querré
volar al lejano
rinconcito que en el Universo
creo tengo reservado.
Este fue todo el alimento
que en esta vida he soñado,
esto es todo lo que tuve
mientras viví en mi amargo
respirar en esta vida
y paso a paso.
Quiero morir ahora mismo
y quedar para siempre borrado
del tiempo y de la memoria.
Deseo solo un espacio
en el corazón de lo excelso
y el descanso.
Con sus tres rosas en la mano, abandonó este puente del Aljibillo y lentamente remontó la empinada cuenta del Rey Chico. Al llegar al rellano donde crecen varios olivos y hay algunos bloques de piedra como en forma de asientos, se acercó a las aguas del pequeño arroyuelo que por aquí corre. Entre las hojas secas de álamos y avellanos y cerca de las aguas, puso las rosas. Con los tallos metidos en la corriente para que no se marchitaran más y al verla, algo retirado, se dijo: “Se marchitarán por completo estas flores y no habré encontrado a nadie a quien regalárselas. Y sé que, como yo, a muchas de estas jóvenes que he visto y sigo encontrándome, le gustaría recibir rosas de regalo”.
Sentado en uno de los bloques de piedra miraba a las tres rosas metidas en el agua del riachuelo y le hacía una foto cuando la vio. En la torre que tenía enfrente, la famosa torre en la Alhambra conocida con el nombre de La Cautiva, se abrió una puerta. Salió por ella una hermosa joven vestida de azul, caminó como por el aire, se acercó a las tres rosas en las aguas del arroyuelo, las cogió, dio media vuelta y por la misma puerta en la torre desapareció. Mudo contempló la escena, se restregó los ojos y se dijo: “No es cierto esto. Solo es la representación de lo que mi corazón desea que se me aparece en forma de sueño”.
Vivía solo. En una bonita casa, al norte del Granada, rodeada de un gran jardín florido y verde. Ni era suya la casa ni el jardín ni disponía de dinero ni decidía nada de lo que se hiciera, tanto en la casa como en el jardín y el pequeño huerto. Pero aquí lo dejaban vivir y cada día le daban el alimento que necesitaba. Con casi nadie hablaba ni con los vecinos ni con los que cuidaban del jardín huerto aunque a diario los veía. Su mundo, hermoso en apariencia, lleno de silencios y paz, solo era su propio sueño, sin nombre y que a nadie importaba. Por eso, desde pequeño, se fue refugiando en su corazón, en sus sentimientos, gusto por las cosas de las montañas, ríos, plantas, animales y manantiales de aguas claras. Y según los años fueron pasando, su soledad crecía, más se refugiaba en sí y menos contaba a nadie ni siquiera cuando su cuerpo de carne le dolía. Y le dolía con frecuencia los oídos, la cabeza, los pies, la barriga y hasta el corazón. De aquí que, cuanto más envejecía, su salud venía a menos y sus ganas de vivir y seguir unos días o meses más en este mundo, disminuían. Con frecuencia y, sobre todo por las noches y al levantarse por la mañana, se decía: “Debería morirme ya. ¿Para qué quiero tres días más si nada alivia estas penas y dolores míos y a nadie tengo con quien compartir mis desdichas?”
Y una mañana de primavera, cuando las rosas florecieron, del jardín de la casa donde vivía, cogió tres. Salió a la calle, caminó despacio hacia el corazón de la ciudad, cruzó el semáforo y según iba bajando por donde el edificio histórico, miraba a un lado y otro. Se decía: “Necesito darle estas rosas a alguien. A una joven que al cruzarse conmigo, me sonría, a una niña que camine por la calle de la mano de su madre, a una muchacha extranjera que busque en el mapa, portando su mochila a las espaldas… Mi corazón, hoy más que nunca, necesita regalar una rosa a la persona que sueño y desconozco aunque solo reciba a cambio una leve sonrisa o una breve palabra de gracias”.
Recorrió toda la calle, cruzó la pequeña plaza y avanzó por la estrecha vía hacia el río Darro. Miraba y miraba a todas las jóvenes que en dirección contraria se le iban cruzando y sentía la tentación de pararlas, ofrecerle un saludo y regalarle una de las tres rosas pero no se atrevía. Llegó a Plaza Nueva y mientras la atravesaba en busca del camino del río, pensaba pasar cerca de los bancos que en esta plaza hay. En todos ellos vio a jóvenes extranjeras sentadas tomando el sol, leyendo algún libro, mirando planos, hablando con las amigas o comiéndose un helado. Y su corazón ardía en deseos de pararse frente a estas jóvenes y decirles:
- Te regalo esta rosa.
Y hasta le parecía ver la cara de sorpresa de la joven y oír sus palabras en inglés, francés, alemán o ruso:
- oh, thank you, is a very beautiful pink. - Oh, merci, c'est une très belle rose - oh, danke, ist eine sehr schöne rosa - ой, спасибо, это очень красивый розовый.
Pero a ninguna de estas jóvenes dio ninguna de sus tres rosas. Tampoco a las personas que iban o venían por la Carrera del Darro ni a las muchachas que cruzaban por el Puente del Aljibillo, camino de la Alhambra o del barrio del Albaicín. Al llegar a este lugar, se paró, en el pequeño muro de piedra, se sentó, sacó papel y bolígrafo de su bolsillo y escribió en siguiente poema:
Sentando junto al río,
frente a la Alhambra en lo alto,
y en el rellano chiquito
antes del Avellano,
sueño que ya me he ido
y estoy llorando.
Me duele el corazón
de tanto esperar callado,
de tanto como me duele
el tiempo hondo y amargo
en el alma y el oído
y de la soledad, su abrazo.
Quisiera morir ahora mismo,
en este instante y callado
tal como siempre he vivido.
¿Para qué quiero tres días más
seguir en mi dolor respirando?
Nada espero ya de nada,
ni una palabra ni abrazo
y menos espero tu presencia
porque ya son tantos años
que tres días más o un mes
ni siquiera merece pensarlo.
Ojalá vinieras a mi muerte
no para darme tu mano
cuando ya no la necesito
pero no, no me des un abrazo
cuando ya mi cuerpo
sea silencio apagado.
Entonces solo querré
volar al lejano
rinconcito que en el Universo
creo tengo reservado.
Este fue todo el alimento
que en esta vida he soñado,
esto es todo lo que tuve
mientras viví en mi amargo
respirar en esta vida
y paso a paso.
Quiero morir ahora mismo
y quedar para siempre borrado
del tiempo y de la memoria.
Deseo solo un espacio
en el corazón de lo excelso
y el descanso.
Con sus tres rosas en la mano, abandonó este puente del Aljibillo y lentamente remontó la empinada cuenta del Rey Chico. Al llegar al rellano donde crecen varios olivos y hay algunos bloques de piedra como en forma de asientos, se acercó a las aguas del pequeño arroyuelo que por aquí corre. Entre las hojas secas de álamos y avellanos y cerca de las aguas, puso las rosas. Con los tallos metidos en la corriente para que no se marchitaran más y al verla, algo retirado, se dijo: “Se marchitarán por completo estas flores y no habré encontrado a nadie a quien regalárselas. Y sé que, como yo, a muchas de estas jóvenes que he visto y sigo encontrándome, le gustaría recibir rosas de regalo”.
Sentado en uno de los bloques de piedra miraba a las tres rosas metidas en el agua del riachuelo y le hacía una foto cuando la vio. En la torre que tenía enfrente, la famosa torre en la Alhambra conocida con el nombre de La Cautiva, se abrió una puerta. Salió por ella una hermosa joven vestida de azul, caminó como por el aire, se acercó a las tres rosas en las aguas del arroyuelo, las cogió, dio media vuelta y por la misma puerta en la torre desapareció. Mudo contempló la escena, se restregó los ojos y se dijo: “No es cierto esto. Solo es la representación de lo que mi corazón desea que se me aparece en forma de sueño”.