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PEDRO MARTINEZ: El panadero de la Poya Gorda...

El panadero de la Poya Gorda

Cuentan los ancianos del lugar que en la calle Elvira, cerca de la Alcaicería, había un horno común y se encargaba del mismo un tal Pepe, un mozo joven, corpulento, fornido y de buena presencia, con pies que pisaban un gato y no le se veía ni el rabo, con mejillas sonrosadas, y de carácter jovial.
En aquel tiempo las familias amasaban la harina y hacían su pan en casa y después lo llevaban las mujeres, para cocer al horno común del barrio. A cambio, el hornero percibía dinero o una porción de la masa del pan a cocer, denominada “poya”, que era la masa que cabía en el cuenco de una mano.
Con varias poyas el hornero hacía su propio pan y lo vendía al público. Pepe, lo que tenía de grande lo tenía de bonachón, por lo que muchas mujeres que iban con la masa al horno, algunas más pícaras que otras, abusaban de su inocencia y cada vez le entregaban la poya más pequeña.
Un día Pepe, cansado de trabajar mucho y ganar poco, decidió poner remedio a esta situación y decidió que las poyas las cortaba él con su propia mano (y menudas manos tenía el mozo) y no cada mujer la suya, y así se lo hizo saber a todas las que llevaban masa de pan para cocer.
— Desde hoy en adelante las poyas las cojo yo, con mi propia mano.
Las clientas, por cercanía del horno, aceptaron de mala gana. Cuando las mujeres comentaron la decisión en casa, algunos maridos dijeron algo así como:
— ¡Pues vaya poyas tan gordas que se va a llevar, con esas manos que tiene el hornero!
Desde entonces el horno de Pepe, fue conocido en toda Granada, como en el que había que pagar la poya más grande o gorda, y a él como el hornero de la poya gorda.
Pero aquí no quedó la cosa. Cierto día en el que Pepe había vendido todo el pan que había hecho, llegó al horno una señora a comprar pan y él le dijo que no tenía nada, que lo había vendido todo.
La señora, ante la necesidad de llevar pan a su casa, preguntó por si le quedaba alguna masa sobrante y Pepe le contestó:
— No tengo ni poyas.
La frase hizo gracia entre las personas presentes y se hizo popular, diciéndose cuando alguien negaba algo con rotundidad.