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PEDRO MARTINEZ: EL ABUELO Y EL LOBO....

EL ABUELO Y EL LOBO.
Cuentan que había un pequeño pueblo al norte de un país ahora muy inquieto. En él, vivía una familia de pastores, no de los que compran almas o inventan Biblias llenas de errores, no, eran de los buenos, sanos y trabajadores. Quienes los conocieron explican que el patriarca era el abuelo, un hombre de manos callosas y sudadas, de ceño fruncido y larga barba blanca, de cejas pobladas, mentón adusto, fuerte de quijada y con los ojos acariciando una cara, que más que una mirada, eran un montón de palabras.
Su hijo fue capitán, capitán de un barco que cada vez que zarpada, solo regresaba acompañado y remolcado por diez o más barcas, hasta que al fin comprendió que su vida no estaba en el mar sino junto a su padre, en las montañas. Tampoco su esposa era manca, limpiaba y cocinaba, lavaba y cuando salían los persignaba, ordenaba la estancia, hacía con dulzura cada cama, era pilar y hogar de aquella casa.
Era una familia dura, real, honesta y cabal, jamás se asustaban por tempestades o tormentas eléctricas, tampoco en época de nieves que los cubrían esponjosas y tersas. Todas las noches, el abuelo sentado junto al fuego tocaba un viejo laúd, su hijo lo escuchaba, de tanto en tanto lo miraba mientras leía un libro que ya en sus pastas, era más viejo que su propio olvido. Ella los consecuentaba y con ternura mimaba, con el café y la copita, con un puro que de La Habana les había regalado una familia amiga, tres perros como alfombra, dos San Bernardos y un Mastín de los Pirineos que ya roncaban babas al filo de unas cansadas alpargatas.
Eran sabios, le hablaban al campo y a la montaña, escuchaban los silencios, los gritos y cada eco que rebotaba, sabían que no estaban solos bajo aquel cielo, que la naturaleza los acompañaba y que cada nueva alba era promesa de un mejor mañana. Al despuntar el Sol siempre alguien los esperaba, ovejas y cabras, dos caballos, uno pinto, el otro bayo, esperaban relinchando en la cuadra, deseando esa silla que de ella los liberara. Al salir el paisaje se pintaba de ternura, cada montaña soltaba su verde con generosidad y frescura, el aire demasiado limpio los respiraba profundo, el viento cortaba con su frío cada barba, la incipiente y la larga, el rocío no molestaba pues como siempre entre flores caminaba, el águila en su vuelo vigilaba, el búho dormía en un hueco escondido entre muchas ramas y a lo lejos el coyote les aullaba, explicándoles que la senda ya estaba preparada, llena de esa tierra bendita y llana.
Como siempre caminaron la primera ladera, reposaron en el valle, almorzaron con su pan, queso y un tinto que en su bota al pasar del tiempo, adquiría esos tonos azabaches que lo llenaban de nostalgia. También una barra de chocolate que siempre aquel joven cargaba en un zaguán lleno de hambre. Llegaron al río como primer destino y sintieron divino, aguas limpias y frescas brotando burbujas entre rocas y piedras, bebió el ganado, cada perro, los dos hombres y también los caballos. Ya el incipiente ocaso le daba al cielo las primeras pinceladas de un ocre casi dorado. En el reflejo del viento vieron nubes bebiendo de un mar que no estaba lejano, les llegó un olor a tierra mojada y arrepentimiento, saborearon entre sus labios esos granos de sal que desde aquel mar una brisa les regalaba, se apresuró el abuelo, corrió el hijo y ensilló con tiento los dos caballos, le gritó al ganado, ladraron los perros y regresaron por el camino andado. Sabían que aquella mujer, el pilar de su hogar, estaría lista para atenderlos con agrado.
Y así eran aquellos días, sumidos en la más preciosa de las rutinas, esa que solo la naturaleza ofrece con generosidad a ciertas vidas. Pero un día el destino se vistió de prisas, diferente, algo rompió el clima, tembló la montaña, el alud se lleno de nieve y después de un primer estruendo, aquel valle, el pueblo, su casa y sus vidas se convirtieron en un verdadero infierno. No había salida, fueron sepultados por esa naturaleza que siempre los consentía. Aquel pueblo murió bajo cientos de toneladas, llegaron las máquinas, arrancaron árboles, sacaron piedras, rompieron fachadas y cuando el cura dio por enterradas todas aquellas ánimas, un grito desgarrador salió desde el fondo de una casa: era el abuelo, el único sobreviviente, el hijo y su nuera fueron diferentes y no soportaron en sus cuerpos el peso de tanta nieve, tampoco los dos San Bernardos, solo cojeando lo acompañaba el mastín, pegado a unas alpargatas que ahora caminaban despacio, con las huellas tristes y arrastradas.
Lo llevaron a la ciudad, le dieron por un tiempo comida y habitación, un pequeño balcón y una cama donde recordar y llorar. Siempre repetía "yo no soy de aquí". Jamás aprendió a leer o a escribir, tampoco a contar y mucho menos presumir, tampoco tenía reloj ni manecillas que lo siguieran, siempre en el no tiempo vivió, del sol aprendió, en los vientos conoció de cada flor su olor y para orientarse siempre fue su musa, la osa mayor.
Había ahorrado toda la vida por lo que dinero jamás le faltaría. Todos los días caminaba hasta la esquina buscando esa cafetería que lo llenará de café y melancolía. Miraba por la ventana y solo prisas veía, caras cerradas, mentes obligadas, personas solo persiguiendo de los demás su plata, apretadas quijadas, fingidas sonrisas aparentando tener alma, sufridas vidas y unos vientos que azotaban llenos de nada. Un día, harto de no sentir de la naturaleza su poesía, de dormir en una cama envuelta en sábanas de desidia, de un balcón que lo guardaba como policía y también de esa cafetería que cada día le mostraba que ahí no había vida sino solo un montón, de caminadas mentiras. Se colgó el morral que guardaba como tesoro de vida, le gritó a la pared que ya nada sería igual, que ya no podía vivir en aquella jungla de cristal. Con firmeza tomo las riendas, ensillo su espalda con fuerza y entereza y le pidió al Universo toda su clemencia. De rodillas le explicó que ya no podía vivir bajo noches sin estrellas, sin montañas que le mostraran en sus verdes cada vereda, sin ese olor a perfecta naturaleza, sin esos latidos por el color de un cielo, que ya en su corazón ni siquiera de nada, tenían celo.
Llegó a su viejo pueblo, lo vio semi enterrado entre lodos y escombros llenos de recuerdos. Vio el campanario de la iglesia, pensó y dudó porque jamás a ella acudió, ni de niño ni de hombre mucho menos de abuelo, pues el ya tenía su propio Dios y no era el que repicaba las campanas de aquella benemérita mansión. Cayó la primera noche, todo su manto con ansias lo sudó, era diferente, llena de memoria y estrellas, de aire y también de luna llena.
Durmió y a las puertas del primer sueño algo lo despertó. Era una loba, grande y hermosa, preñada quizás de un aullido hoy en el olvido, quizás por un pasado muerto a tiros. Lloraba la loba, se estremecía el campanario. Aquel hombre como pudo le reservó un rincón bajo la campana y con sus manos lo llenó de heno y paja, para que el frío no la amparara. Parió la loba, fueron tres pero solo uno sobrevivió, murió la loba y aquel lobito le mostró en su primer aullido, un amor que desde su nuera y su hijo jamás había sentido.
Juntos, aquel lobo y el abuelo aullaron lunas, refrescaron memorias de una vida escrita en libertad y con solo una penumbra, bebieron del limpio río, comíeron de cosechas trabajadas con tino y sin químicos, jamás sintieron prisas ni gestos fingidos, tampoco respiraron afligidos por el miedo del deshielo y siempre se cuidaron con amor y un hermoso celo. Un día, el abuelo tomó un último suspiro, una bocanada de aire puro y limpio, se llenó de recuerdo, imaginó un nuevo cielo, se vistió de luz, soltó un gemido, miro su luna y murió en su último aullido.


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