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PEDRO MARTINEZ: “La Casa de la Higuera”....

“La Casa de la Higuera”.

La vivienda tenía dos entradas ya que su construcción era alargada. De una calle a otra y por eso la segunda entrada daba al sur. A la calle más estrecha y que al otro lado, ya no tenía viviendas porque discurría casi al borde de una pequeña torrentera que, según caía hacia el río, se convertía en tierra de labor y huertos.

Y como las dos entradas a la casa alargada, humilde y baja no daban a ninguna de las calles sino que estaban alineadas con la longitud de la construcción, en la pequeña franja de tierra por delante de las puertas a la vivienda, en tiempos pasados y nadie sabía quién, habían sembrado algunos árboles. Un granado, un ciprés, un naranjo y una higuera. Este último árbol ya estaba muy grande, tenía el tronco ennegrecido, crecía fuerte y frondoso y por eso, al llegar cada año el verano, daba muy buena cosecha de higos rayados. Ni blancos por completo ni negros total. Higos rayados que era como lo llamaban ellos.
- Los mejores higos que se crían en este barrio y rincones de Granada.
Comentaban con frecuencia los vecinos. Y desde luego que era cierto porque cuando la higuera estaba en el mejor momento de la cosecha, en los meses centrales del verano, era la atracción no solo de los niños sino de todas las personas que por la calle del centro pasaban.

Y una de las personas que más disfrutaba y se aprovechaba de los frutos de esta higuera, era el niño de la casa que se alzaba al final de la calle del centro. Un niño pobre que vivía también en una casa muy humilde y un día lo contrataron para que cuidara de un rebaño de cabras, propiedad de una familia algo rica. Desde aquel momento, todos los días se levantaba muy temprano, salía de su casa, subía por la calle del centro y al llegar a la higuera, en la época en que el árbol tenía los frutos maduros, se paraba a coger algunos higos. Con mucho cuidado para que no lo vieran los dueños no fueran a enfadarse con él. Pero esto precisamente era lo que a él más le intrigaba: que nunca, nunca había visto a los dueños de la frondosa higuera. Se decía, cuando se paraba a coger higos y miraba por si los dueños aparecían: “Es como si en esta casa no viviera nadie”. Y recordaba los momentos que entre los vecinos, con frecuencia oía:
- En la casa de la higuera, parece que no vive nadie pero no es cierto.
- ¿Y quién vive? ¿Tú lo sabes?
Se preguntaban entre ellos.
- Un anciano con sus dos nietos y una mujer joven.
- ¿Por qué sabes tú eso? ¿Acaso lo has visto alguna vez?
- Yo no lo he visto nunca pero sí he oído que dicen eso.

Y como al muchacho que cada día pasaba y se paraba a coger higos, también le intrigaba lo del abuelo y los nietos, de vez en cuando miraba. Cuando se paraba a coger higos, con mucho cuidado para que no lo vieran, miraba muy interesado por las puertas y ventanas de la casa buscando ver a los niños. Nunca los veía y por eso, en algunas ocasiones pensó acercarse a la puerta y llamar para conocerlos. Pero luego sentía miedo y no se atrevía. También se decía: “Si es cierto que esos niños viven aquí ¿qué comerán y dónde juegan? Porque tampoco los he visto jugando en la calle con los demás niños de este barri”.

Sí los vecinos veían a una mujer joven, aunque ya madura, que cada día salía de la casa con una especie de bolsa, caminaba por la calle de la torrentera y se iba lejos. Nadie sabía a dónde pero sí la volvían a ver otra vez al oscurecer con la misma bolsa llena de cosas. Y una mañana, cuando el joven se paró al lado de la higuera para coger un par de higos de las ramas bajas, sintió discutir dentro de la casa. Escuchó atento y luego sintió a los niños llorar. Quiso entrar para ver qué pasaba pero seguía teniendo miedo y se contuvo. Continuó su camino para ocuparse en el trabajo que cada día realizaba y cuando volvió por la tarde, vio que los vecinos se concentraban cerca de la casa. Preguntó y le dijeron:
- A media mañana salió de esta casa gritando y dentro hemos oído a los niños llorar.
- ¿Qué ha pasado?
- Nadie lo sabe pero parece que no es nada bueno.

La mujer de la bolsa y algo joven, no volvió aquella tarde ni al día siguiente ni nunca más. Sí a los dos días, como dentro de la casa se oían a los niños llorar, los más decididos entraron y vieron a un hombre mayor y a un niño y una niña de entre diez y doce años de edad. Le preguntaron y la niña dijo:
- Esa mujer no era nuestra madre. Nos tenía aquí encerrados, nos daba algo de comida y continuamente nos amenazaba con pegarnos si salíamos fuera de la casa o si decíamos algo a alguien.
Y el anciano, muy afectado y con pocas, confesó:
- Yo los he cuidado lo mejor que he podido pero necesitan cariño y alguien que los alimenten y los lave.

Tres días después, al pasar el joven cerca de la higuera de la casa, se paró y miró. Vio a la niña que asomados a la puerta primera, esperaban algo. Le preguntó:
- ¿Estás sola?
- Mi abuelo y hermano están dentro.
- Si queréis, los dos podéis veniros conmigo y os enseño mis cabras, los campos por donde siempre ando solo y jugamos juntos todo lo que tengáis ganas.
- Si que nos vamos ahora mismo.
Dijo ella casi al instante. Llamó al hermano, salieron de la casa y se fueron con el joven. Al volver aquella noche se llevaron el abuelo a casa de su amigo, el niño que guardaba cabras en las montañas y la familia los acogió diciendo:
- Desde hoy, en esta casa nuestra, seréis uno más. Como hijos nuestros de toda la vida y regalo maravilloso envidado del cielo.

Y el joven, la niña, el abuelo y el niño, se alegraron. No volvieron más a la casa de la higuera. Pasado un tiempo, el árbol se secó, la casa se fue cayendo poco a poco y la hierba y las zarzas, crecieron en el terreno. Todo el mundo decía que dentro, lo que había, no era nada bueno y por eso la empezaron a llamar, en lugar de La Casa de la Higuera, La Casa de la Mala mujer.