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PEDRO MARTINEZ: 2ª PARTE...

Juan Manuel Alcalá Perálvarez‎ en Comarca de Guadix....1ª PARTE

Relato ambientado en la comarca de Guadix, concretamente en Pedro Martínez; y nos remite a los últimos años del Reino Nazari.

A través de mi ventana, orientada al este, descubro cada amanecer al sol hiriendo la madera, atravesándola por las rendijas que el tiempo ha ganado entre los nudos de los postigos. El cuarto, situado al final del pasillo, es el último de la modesta vivienda y tiene vistas a un erial en el que campan a su libre albedrío cardos borriqueros, malvas, uñas de gato, dientes de león, cañamones, manzanilla de burro, ortigas y otros yerbajos. Alrededor de ese terreno hay veinte o treinta casas a medio construir, aunque las obras están abandonadas desde hace tiempo por falta de dinero o materiales. Todo el pueblo las conoce como las casas nuevas; vacías, sin puertas ni ventanas, son el lugar perfecto para que los más valientes juguemos a las batallas de piedras, al escondite o a la exploración de lo desconocido y, por ello, misterioso. En ese intrincado laberinto de paredes y huecos no hay nada salvo el polvo, las plumas y los excrementos de las aves que se acumulan en las esquinas. Pero no cejamos; nunca se sabe dónde aparecerá lo extraordinario. Al fondo, el Cerro Mencal o Montaña del Tránsito, antigua atalaya del reino moro y lugar de enterramientos, preside la llanura con su silueta inconfundible.

Al anochecer oigo el redoble de los cascos de los caballos. Son los valerosos jinetes nazaríes. Me imagino a la patrulla atravesando la llanura hacia el norte donde se sitúan las posiciones de los castellanos. Cabalgan cansados, sudorosos, llenos de polvo. El abanderado porta el estandarte rojo de los señores de Granada. La ronda de vigilancia no acabará hasta media noche. Algunas veces, las incursiones cristianas llegan hasta la misma alquería que se divisa desde la torrecilla de vigilancia situada en la parte oeste del promontorio. Se han convertido en algo habitual. Se conocen, se prevén, se observan y se permiten. En tiempos de relativa paz, los guerreros cristianos se atreven, incluso, a adentrarse por estas tierras de frontera en busca de la sabrosa comida árabe, el pan blanco y las morenas hetairas sarracenas.

Abu Ismail Abd Alláh ibn Abdulaziz ibn Yusuf al-Qalatí, heredero de una larga estirpe de guerreros andalusíes lleva destinado algunos meses a este lado de la frontera defendiendo unas posiciones que todos saben que tendrán que rendir, como abandonaron las tierras de sus antepasados en Al Qal’at, y que debido a la descomposición del Reino Nazarí, a la corrupción de sus funcionarios, notarios y leguleyos, se cumplirá el aciago destino; Granada perderá definitivamente la guerra. Su padre Abdulaziz y su abuelo Yusuf, al igual que otros antepasados de su linaje, habían muerto en las intermitentes guerras y asedios que desde hacía más de ciento cincuenta años asolaban estas tierras de frontera. Hace menos de un año que empezó la última tregua con los reinos cristianos, si bien muchos —piensa Abd Alláh—, temen que esta paz se quiebre en cualquier momento. Parece un hado inexorable; la guerra, sangrienta y cruel, volverá a teñir la tierra de odio y ambición.

Abd Alláh al-Qalatí sabe que su última misión, una encomienda personal del sultán, nada tiene que ver con la guerra y sí con las intrigas palaciegas. Había partido sigilosamente desde Granada al mando de una bandera del ejército real con cuatro docenas de valientes guerreros, una sección de arqueros, además de ocho esclavos y un escuadrón con doce expertos jinetes para escoltar dos carretas con destino a la guarnición del Cerro Mencal. Los integrantes de la columna creen que se trata de una expedición rutinaria con suministros y reemplazo de la guardia en el destacamento zegrí de la frontera; sin embargo, además de las armas y víveres, los carros transportan cuatro arcones con un precioso cargamento. Guadix está en peligro desde hace tiempo y, como puerta de entrada a la capital, hay que reforzar las defensas. Para tal fin, se supone, han sido destinados a esa torre de vigilancia limítrofe con el reino de Jaén.

Los cuatro arcones lacrados con el sello real guardan una parte del tesoro de Mulai Hasán para ocultarlo de su primera esposa Aixa y de su hijo Abu Abd Alláh el Desdichado, conocido por los cristianos como Bu Abdil, hasta hace año y medio sultán de Granada. Su padre, ahora de nuevo en el trono, ha enloquecido con Isabel de Solís, una jovencita cristiana capturada en una incursión de las tropas de Alláh el Victorioso a Martos y que, tras convertirse en Zoraida, ocupa las dependencias reales de la Alhambra como favorita del sultán. El reino huele a podrido. Hace tiempo que la lluvia no limpia las calles de los arrabales, ni la brisa mueve los cipreses del Generalife. La desconfianza en el futuro es el clima más habitual en Granada.

Mulay Hasán en persona, el que ejerce el poder en el palacio rojo entre conspiraciones y cortesanas, le había nombrado arráez de la expedición encargada de la custodia de los cuatro arcones hasta su depósito en un lugar indeterminado dentro de las cuevas del Cerro Mencal; era, según las explicaciones del sultán, una garantía de futuro. Y las instrucciones habían sido dictadas de forma muy precisa. El lugar exacto del escondite final debía permanecer en el mayor de los secretos. Respondía con su vida y con el honor de su estirpe. Ninguno de los esclavos destinados a la misión saldría con vida del interior de la cueva. El Mencal sería para ellos la ballena del profeta Jonás, un breve tránsito a la espera de ser vomitados en la tierra de promisión. Cada baúl pesaba un quintal o, en términos cristianos, cien libras castellanas, aproximadamente cuatro arrobas, una carga que podían transportar sin problemas dos hombres vigorosos. El tesoro real, esquilmado con tanto cambio de poder en la Alhambra, se había dividido en cinco partes. Una que seguía en la cámara del tesoro y otras cuatro que salieron de la ciudad en distintas direcciones. Ninguna expedición conocía el destino de las otras, ni los integrantes de las partidas sabían el contenido de los cofres; aunque el asunto desprendía el tufo habitual de las últimas disputas familiares, las intrigas y la depravación de la corte granadina. La explicación del sultán, en contra de lo que sospechaba, era que las joyas del tesoro nazarí se ocultaban en previsión de malos tiempos, no solo por codicia.

Entre los hombres de la columna, solo él, Abd Alláh al-Qalatí, había visto el contenido de los cuatro cofres; ni siquiera su lugarteniente, y mucho menos los oficiales de menor rango, podía imaginar el fulgor de las monedas, dinares y doblas de oro, el brillo de los dirhams y quebires de plata, robustas cadenas y anillos, incluso cinturones de piel de cocodrilo y de otros animales exóticos adornados con hermosos y pulidos broches rematados con diamantes, bellísimos puñales y espadas con empuñaduras de oro, piedras preciosas rojas, verdes, lilas y transparentes, marfil tallado con singulares y casi imposibles figuras geométricas, peines y enganches de nácar, cajitas de maderas exóticas taraceadas con versos del corán y llenas de perlas del mar Rojo, y cientos de objetos de bellísima factura, gráciles pájaros de plata, estrellas o granadas de oro y rubíes.

Al llegar a la cumbre donde se acuartelaba el destacamento del Mencal, dejó a las tropas descansando y, tras la oración del atardecer, se dirigió con los esclavos al interior del cerro. Anochecía. Para adentrarse en el intrincado mundo subterráneo de túneles y cuevas del promontorio utilizó la luz de las antorchas, la fuerza bruta de los nubios y la maña de los griegos. Al igual que hizo Ariadna para salir del laberinto, Abd Alláh desenrolló una fina cuerda de más de trescientos codos mientras avanzaba para poder regresar, ultimada su misión, al mundo de los vivos. Los eunucos habían asumido, pese a su temor al averno, que aquella cueva sería su última morada terrenal. Después de atravesar el umbral de la gruta, la comitiva cruzó por oquedades ya exploradas como la Puerta de la Mezquita, una impresionante cúpula que se abría a otros pasadizos y criptas menores como la Cueva de las Palomas, la de la Luna o la de la Fuente de la Sabiduría, entre las primeras, más conocidas y accesibles; ante los ojos de Abd Alláh se abría una maravilla natural esculpida con primor en la piedra caliza. El tránsito de la expedición por las profundidades del Mencal fue largo y penoso; se habían consumido tres marcas del cirio de las horas que llevaba en un rústico y portátil horologio, casi media noche en recorrer poco más de doscientos cincuenta codos en un inextricable y dantesco laberinto de cuestas, simas, túneles e impresionantes cavidades en las que el tiempo había improvisado un artesonado de estalactitas, un decorado natural de belleza afilada y temible a la luz de las antorchas.... Continua mañana.

2ª PARTE

Abd Alláh supo que habían llegado al lugar apropiado. Y así lo indicó. Los esclavos depositaron los arcones en una especie de peana elevada y oculta, a primera vista, tras un recoveco de la piedra caliza, una diminuta meseta que el agua había respetado mientras horadaba y modelaba leves acantilados o correntías en el vientre de aquella inmensa mole. Los cautivos del sultán acezaban sin resuello. Había llegado el momento de encontrarse con El Todopoderoso. La respiración fatigada se mudó en un murmullo unísono, como el canto de un exiguo coro de creyentes tras la voz del almuédano llamando a la oración. Sin agrado, pidiendo indulgencia al Misericordioso, Abd Alláh abrió las puertas celestiales a los sudaneses como un hábil cirujano. Aquella cripta sería su morada terrenal, una sombría catacumba donde descansarían a la espera del viaje al paraíso. Sus pieles sudorosas y brillantes cerca de las antorchas, negras como el jade, refulgieron mientras resbalaban los borbotones granates de la vida al roce del alfajor en sus cuellos. Ni un gesto de resistencia, ni un músculo en tensión. Aceptaron su suerte como corderos, rezando al que da la existencia y la quita, al inefable, al que todo lo decide, al creador del cielo y las estrellas, de la luz y la oscuridad. Los perfumó con aceite de alcanfor y esencia de jazmín, los cubrió con túnicas de lino y, tras el rezo por el alma de aquellos mansos sacrificados, los dejó alineados en la misma dirección, puede ser que hacia la Meca, aunque eso, allí dentro y sin brújula, no era seguro.

En la parte sur de la explanada del Cerro Mencal se localizaban las ruinas de un antiguo cementerio, varios dólmenes y algunas edificaciones sencillas ejecutadas solo con piedras, antesalas de los enterramientos utilizados por los antiguos habitantes de la zona, mucho antes de la llegada de las primeras tropas árabes a la península. La claridad empezaba a rayar el horizonte. Amanecía en la llanura. Al salir de la cueva, con el encargo real cumplido fielmente, saludó a los vigías de la guarnición destacada allí, unos pocos centinelas que se dedicaban a observar, de norte a sur y de sur a norte, las incursiones de los cristianos y las vertiginosas correrías de los jinetes nazaríes como respuesta a los atrevimientos castellanos. Ni de día, con los espejos, ni de noche, con la yesca preparada para hacer fuego, se descuidaban los preparativos para alertar a la siguiente atalaya en el caso de algún peligro, sobre todo si se divisaba algún movimiento importante de tropas o, rota la tregua de forma unilateral, la prevista invasión de estas tierras de Guadix, antesala de los muros de la Alhambra.

El sistema defensivo nazarí había tejido una red de torres de vigilancia que se extendía a lo largo de la frontera con el reino de Jaén y en los ejes que convergían hacia la capital. Miró hacia el cielo buscando en las desfallecientes estrellas consuelo por el sacrificio de los esclavos. Era, para un guerrero, un tributo demasiado grande a la fidelidad. ¿Él tendría que afrontar el mismo destino? ¿Quizás el sultán había decidido, una vez cumplida la misión, hacerle callar para siempre? Solo el que todo lo ve, conoce lo que depara el futuro.

CONTINUA..
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TERCERA PARTE

Hace ya más de seis meses que Abd Alláh permanece destinado al mando de la guarnición; hasta nuevo aviso, rezaban las órdenes. El al-Qualatí echa de menos a Jadiya, su esposa, la única que Alláh ha querido concederle y a la que ama como los omeyas quieren la luna del desierto de Arabia. No tiene concubinas ni ha conocido, después de la demanda de matrimonio, amante distinta. Recuerda su piel, más blanca de lo normal, sus ojos almendrados del color de la miel, sus cabellos negros.

Añora ... (ver texto completo)