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PEDRO MARTINEZ: LEYENDAS GRANAINAS...

LEYENDAS GRANAINAS

A la princesa, la más hermosa que por aquellos días vivía en la Alhambra y también la más inteligente y amante de la naturaleza, le gustaban mucho las naranjas que daban los naranjos del pequeño huerto. Por eso, a sus padres y al hortelano que cuidaba estas tierras, siempre les decía:
- Las granadas quiero que las cojas cuando ya estén a punto de abrirse. Cuando, al partirlas para sacar sus granos, estos se vean por completo color sangre y brillante como los granates. Porque en el fondo, las granadas de estos granados, es eso lo que parecen: granates incandescentes tallados con sangre viva. Y por eso su sabor no puede igualarse a ninguna otra fruta del mundo.
Y el joven hortelano siempre que oía a la princesa contando estas cosas, se desvivía en complacerla. Porque para él, la joven alteza, era su mejor amiga y la más buena princesa que nunca había soñado.

De aquí que no solo la respetara y complaciera en todo lo que estuviera en sus manos sino que dejaba su vida, sudor y sueño, en el cuidado de las plantas del pequeño huerto y también jardín. Este trozo de tierra era propiedad exclusiva de la princesa. Los padres se lo habían regalado como un obsequio especial y para que su amor por la naturaleza, plantas y animales, de algún modo estuviera colmado. Buscó el padre también el mejor hortelano y entendido en plantas y árboles para que cuidara el jardincillo y huerto de la hermosa princesa. Y el afortunado de este trabajo, recayó sobre el joven, ahora un buen amigo de la princesa. De aquí que por estas cosas, el joven tuviera muchos y grandes motivos para cuidar con esmero los naranjos, granados, rosales, jazmines y otras plantas del jardín.

Por eso cuando la princesa también le decía:
- Las naranjas de estos naranjos míos, también debes dejarlas que maduren en el árbol. La fruta, toda la fruta y especialmente estas naranjas, para comerlas, deben cogerse directamente del árbol y justo en el momento exacto de su maduración. No hay sabor más bueno en la naturaleza entera que una naranja de estos naranjos cogida justo en el momento de su maduración.
Y el joven siempre le decía:
- Tú no te preocupes, princesa. Tus indicaciones son para mí órdenes y, además, que de estos árboles salga lo mejor para ti, es también mi dicha.
Decía esto el joven y era sincero porque él, también sabía que la joven era poseedora de una sabiduría especial.

Su corazón se lo decía cada vez que, al caer las tardes y otras veces al salir el sol, la veía paseando por entre las plantas del jardín huerto. Sola siempre y como mostrando mucho interés por cuanto a su paso iba encontrando. Una rosa abierta, algún mirlo revoloteando por entre las ramas de los árboles, las plantas aromáticas que crecían al borde de la acequia, los almendros florecidos y luego cuando estos árboles maduraban sus frutos. También le gustaba a ella pararse junto a las aguas de la acequia o donde una pequeña fuente y quedarse aquí observando quieta a lo largo de mucho rato. Al ponerse el sol, se sentaba en el pequeño banco de piedra que el joven hortelano le había construido, justo al lado de arriba de los naranjos. Y desde este sitio, a través de las ramas de los granados, observaba las puestas de sol, cuando la luz del día se iba apagando al fondo de la Vega de Granada.

Llamaba algunas veces al joven jardinero y le decía:
- Por ese horizonte donde el sol se oculta cada tarde, debe existir algo misterioso y grande.
- ¿Por qué piensas eso?
- Es que, de alguna manera, mi corazón lo intuye.
- Quizás sean los colores rojo sangre y azul morado que por ahí aparecen cada día.
- Sí, quizás sea esos colores y también sé que es la luz que por ahí se despliega. Pero al mismo tiempo, mi corazón me dice que algo mucho más grande por ese horizonte se esconde.
- También puede ser que por ahí adivines los reinos de tu padre, el rey.

Y al oír esto, la princesa pensaba en las ciudades, montañas y mares que muchas veces le habían dicho existían por donde el sol se ocultaba cada tarde. Pero al traer a su mente estas imágenes, le decía al jardinero:
- Los territorios, las ciudades, las personas, lo que cada día nace y muere, todo esto son cosas pequeñas e insignificantes si las comparamos con lo que mi corazón adivina por ese horizonte por donde el sol se oculta cada tarde.
- Pues si tú lo dices y así lo sueñas, algo de verdad existirá y un misterio grande puede que haya en las puestas del sol que tanto te llenan.

Y una tarde, estaba la princesa junto a la acequia y miraba al horizonte lejano y también a las cumbres de Sierra Nevada. Sobre estas montañas brillaban las nieves y por las montañas más cercanas se adivinaban los ríos. Miró ella a los naranjos que tenía cerca y, en uno de ellos, descubrió algo que le extrañó mucho. Le dijo al joven jardinero:
- ¿Tú estás viendo lo que yo?
- ¿Qué ves tú?
- Que el naranjo de la acequia, el que crece al lado de arriba, este año no tiene ni una naranja.
- Hace tiempo que lo había descubierto. Y también me ha dado cuenta que precisamente ahora, cuando los demás naranjos muestran sus frutas maduras y con los colores más vivos, éste de la acequia comienza a dar flores.
- Pero si ahora estamos en pleno invierno ¿cómo da flores y justo en el momento que los demás naranjos tienen maduras sus frutas?
- Yo no sé por qué será esto, princesa, pero las flores son blancas y huelen como las que brotan en primavera.

No hablaron más aquella tarde del naranjo florecido en pleno invierno. Sí unos días después, la princesa descubrió que el naranjo singular, que era como empezó a llamarlo, ya estaba por completo cubierto de flores olorosas y frescas. Y se extrañó mucho más que ni siquiera las grandes heladas de las noches frías, le afectaran a las pequeñas flores del naranjo. Y andaba ella cavilando y mirando al naranjo florecido cuando vio algo que le llamó nuevamente la atención. Por entre las ramas del árbol, aparecía, saltaba y revoloteaba un pequeño pájaro blanco. Llamó al joven jardinero y le preguntó:
- ¿Qué ave es esa?
- Un mirlo, princesa.
- ¿Un mirlo blanco?
- Eso es.
- ¿Y tú sabías que por estos jardines míos vive un mirlo de este color?
- Es la primera vez que lo veo y por eso estoy como tú extrañado.

Tres días más tarde, estaba ella cogiendo algunas flores de azahar del naranjo florecido en invierno y al mirar para el horizonte, por donde el sol ya se ocultaba, vio como unas figuras de nubes que parecían fuego. Otra vez llamó al joven jardinero y le preguntó:
- ¿Qué es aquello?
- En parte son las puestas de sol que a ti te gustan tanto pero hoy, con algo nuevo.
- Sí porque entre esos colores rojos sangres y azul morado, se ven como unas letras muy concretas. ¿Quién escribirá ahí un mensaje y qué desea decirnos?
- No lo sé, princesa.

Al día siguiente, buscó al mirlo blanco por entre las ramas del naranjo y no lo vio. Unas semanas después, el naranjos de las flores, perdió el color de sus hojas y se secó. Pero cuando la primavera comenzó a llegar, cada tarde las puestas del sol al fondo de la Vega de Granada, eran más bellas y misteriosas. Comentó ella esto y lo del mirlo blanco y el naranjo seco, con el joven jardinero y de ningún modo encontraban una respuesta que les convencieran.

Pasó el tiempo, mucho tiempo. Los naranjos y el pequeño jardín de la princesa, desaparecieron, se fueron los reyes para siempre de los palacios de la Alhambra y todo por esta colina cambió mucho. Nadie supo nada ni de aquel joven jardinero ni de la princesa ni de sus bellos pero extraños sueños. Sin embargo, de aquellos días y momentos, por los jardines de la Alhambra y por el barrio del Albaicín, aun se repite el misterio. Por entre los naranjos que ahora decoran los aparcamientos para los coches de los turistas, algunas tardes he visto revolotear un mirlo blanco. Y también sé que, en un Carmen muy concreto del barrio del Albaicín, un naranjo da flores en los días más fríos del invierno. Justo cuando los demás naranjos tienen sus frutos maduros. Y desde el Mirador de San Nicolás, el de la Silla del Moro y el de San Miguel Alto, se ven puestas de sol que asustan de tan bellas y misterio...