PEDRO MARTINEZ: 2ª parte del Avellano...

EL AVELLANO..1ª parte mañana la 2ª parte

Los dos jóvenes eran muy amigos. Vivían en la parte alta del barrio del Albaicín y sus familias carecían casi de todo. No tenían estudios ellos, aunque sí sabían leer algo y trabajaban en cosas muy insignificantes: ayudando a los vecinos en la labranza y cultivos de los huertos, en la construcción de alguna casa o cueva, llevando o trayendo cargas de arena, piedras u hortalizas de los huertos con algún borriquillo prestado y también casi cada día iban a las montañas, al norte de Granada. En las montañas buscaban trozos de palos o ramas secas, bellotas en la época de estos frutos, majoletas, azufaifas, setas silvestres o moras de las zarzas.

Vendían la leña que traían desde las montañas, a las personas más pudientes, siempre muy barata y vendían también los frutos silvestres que encontraban, a los vecinos y conocidos. Se quedaban ellos, cada día, con algo de la leña que traían y con puñados de bellotas, algunas setas o majoletas y con esto iban viviendo y ayudaban a sus familias. Y como los dos jóvenes eran nobles y siempre eran amables con los demás, en todo el barrio lo conocían mucho. Los llamaban “los amigos inseparables” y ellos de esto se sentían orgullosos. Porque habían ido descubriendo que si eran generosos y buenos con todos los que les rodeaban, recibían a cambio cariño y admiración. Por eso, los padres con frecuencia les decían:
- Vosotros proceder siempre en vuestra vida respetando y dando buen trato a todas las personas. Porque comportándose de este modo, tarde o temprano seréis recompensados. El cielo siempre premia a las personas buenas.

Quizá por esto, ellos apreciaban mucho a una mujer anciana que vivía sola en su misma calle, unas casas más abajo. Cada mañana, al pasar por la puerta de la casa de esta anciana, se paraban, la saludaban, charlaban un rato con ella y ésta, antes de que los jóvenes siguieran su camino dirección a las montañas, les decía:
- Os voy a dar algo para que comáis cuando tengáis hambre.
Y entraba a su casa, cortaba dos trozos de pan, le echaba a cada trozo unas gotas de aceite de oliva y luego cogía unos cuantos higos secos y le daba a cada joven su pequeña ración de alimento. Estos a cambio, cada día cuando volvían de las montañas, se paraban de nuevo en la casa de la anciana y le dejaban, algunas veces un haz de leña seca y otras veces, setas, bellotas o moras y le decían:
- Para que te calientes en la lumbre cuando tengas frío y para que también comas algo cuando tengas hambre.
Agradecía la anciana el buen comportamiento de los jóvenes y al día siguiente les volvía a premiar con otro trozo de pan con aceite y unos cuantos higos secos.

Y un día, cuando los fríos llegaron y cayeron las primeras nieves en Sierra Nevada, como la Navidad se aproximaba, a la mente de la anciana acudieron los recuerdos. De cuando era niña y jugaba por las calles con sus amigas y cuando le ayudaba a la madre a lavar la ropa en la corriente del río Darro. Al pasar los jóvenes una mañana fría por la puerta de su casa, se pararon como siempre a saludarla. Y cuando ésta les dio el trozo de pan con aceite, ellos le dijeron:
- Se acerca la Navidad y nosotros queremos tener contigo un detalle.
- ¿Qué más detalles vais a tener conmigo que la visita que me hacéis cada mañana?
- Podemos traerte algo especial de las montañas.
Y en ese momento, la anciana se acordó de las avellanas que de pequeña su padre le había traído muchas veces de las montañas. Se lo dijo a los jóvenes y enseguida estos le preguntaron:
- ¿Y tú sabes dónde crece el avellano del que cogía tu padre las avellanas que te traía?
- Solo sé que crece en las montañas, entre rocas, en las partes altas. Es lo que mi padre me dijo muchas veces.
- Pues no te preocupes que nosotros vamos a encontrar este avellano.
Le confirmaron los jóvenes.

2ª parte del Avellano

Y aquella mañana, más ilusionados que nunca, salieron del barrio y por las veredas se introdujeron en las montañas. Al pasar por la puerta de la casa del pastor que vivía cerca del río, le preguntaron:
- ¿Sabes tú donde crece el avellano que da avellanas gordas y color oro viejo?
- Yo conozco un avellano que crece allá en todo lo alto, entre unas rocas. Hace mucho que no voy por allí pero me parece que este año sí que tiene una muy buena cosecha de avellanas gordas y sanas.
Le dijeron los jóvenes para qué querían las avellanas y entonces el pastor los animó para que subieran hasta lo más alto y cogieran del árbol todas las avellanas que quisieran.
- Se las comen las ardillas o los jabalíes, algunos años pero a lo mejor tenéis suerte y encontráis una buena cosecha.
Agradecieron los jóvenes la amabilidad del pastor y rápidos subieron por las veredas en busca del avellano. Llegaron a todo lo alto, saltaron por las rocas buscando el avellano y bajaron a una hondonada y luego subieron otra vez. Al superar unos escalones rocosos, cerca de unas grandes encinas y entre rocas muy gruesas, vieron el árbol que iban buscando.
- ¡Es fantástico y fíjate que buena cosecha tiene!
Dijo uno de los jóvenes.
- Sí que es hermoso este árbol y su cosecha se encuentra en el mejor momento. Hemos tenido suerte que las ardillas todavía no se las hayan comido.

Y sin perder más tiempo, se pusieron y en media hora, ya tenían llenas dos pequeñas barjas de esparto. Muy contentos descendieron de la montaña, regresaron por los caminos con sus pensamientos puestos en su amiga la anciana y por eso, en cuanto llegaron a la puerta de su casa, la llamaron. Salió ésta y al ver a los jóvenes, se alegró. Enseguida ellos le dijeron:
- Hemos encontrado el avellano que tú nos dijiste y de él, te traemos esta gran cosecha.
Abrieron sus barjas y en el delantal de la anciana, vaciaron todas las avellanas diciendo:
- Todas, todas para ti para que estas Navidades, no te falte este exquisito alimento y al mismo tiempo recuerdes aquellos viejos tiempos de cuando eras pequeña.
Y la anciana, muy asombrada por las buenas avellanas y tantas, dijo a los jóvenes:
- Os lo agradezco de corazón pero ahora tenéis que aceptar que yo os devuelva solo un puñado a cada uno de estas avellanas.
- Es que nosotros queremos que sean todas para ti.
- Y yo os lo agradezco y acepto pero a cambio, quiero premiaros regalándoos un puñado a cada uno. Es mi deseo.
- Pues aceptamos tu regalo.
Dijeron al final los jóvenes.

La anciana puso en lo bolsillo de cada joven, un buen puñado de las avellanas que le habían traído desde las montañas. Le dieron las gracias ellos, la despidieron deseándole feliz Navidad y se fueron a sus casas. Al llegar, contaron a los padres lo que habían hecho y al sacar las avellanas de los bolsillos, todos se quedaron asombrados. Los hermosos frutos redondos y color oro, se habían convertido exactamente en esto. En relucientes y bellísimas pepitas de oro que destellaban como diamantes y pesaban como el plomo.

Junto al fuego y a lo largo de varias horas, estuvieron sentados los jóvenes comentando con sus padres el milagro. Al día siguiente, en cuanto el sol comenzó a derramar sus rallos sobre las torres y murallas de la Alhambra, los jóvenes rápidos fueron a la casa de la anciana para comentar con ella lo de las avellanas convertidas en oro. La llamaron varias veces y como ésta ni respondía ni abría la puerta como en otras ocasiones, se acercaron, abrieron la puerta, entraron y seguían llamándola y no encontraron por ningún rincón de su vivienda. Sí, junto a la pequeña lumbre de su chimenea, sobre una alfombra y formando un montó, vieron las avellanas que le habían dado el día anterior. Relucían como las que ellos tenían en sus casas y vieron un pequeño papel escrito, sobre el montón de las avellanas, ahora convertidas en oro. Cogieron el papel y en él vieron escrito el siguiente texto: “La bondad de vuestros corazones me han abierto las puertas del cielo y a vosotros, Dios os ha premiado. El cielo siempre premia a las personas buenas y de corazón puro como el vuestro”.