La última vez que vi a mi hijo Andrés, llevaba un
traje de tres piezas y un
reloj que costaba más que todo lo que yo había
ganado en dos cosechas. No me abrazó. No me miró a los ojos. Solo me dejó esa frase que me atravesó como un cuchillo oxidado:
—Ya no somos tu
familia.
No gritó. No hacía falta. Lo dijo con la calma cruel de quien cree que ya no te debe nada.
Todo empezó hace cuarenta años, en la comunidad de
San Roque, en la
sierra alta. Yo, Ramón Cárdenas, tenía veinte años y un sueño: que
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