En un
monasterio de Nikkō vivía un
joven llamado Daichi. Era inquieto y curioso. Cada vez que alguien hacía una pregunta, él quería responder. Si un novicio dudaba en el estudio de los sutras, Daichi hablaba primero. Si el maestro planteaba un enigma, él levantaba la mano antes de que los demás pudieran reflexionar.
Su intención no era mala, pero poco a poco sus compañeros empezaron a alejarse de él. Algunos lo evitaban, otros lo miraban con fastidio.
Un día, el maestro Hōrin lo llamó al
jardín.
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