En un
barrio donde todo era cemento, verjas oxidadas y
ventanas con
rejas, empezó a aparecer algo raro:
puertas pintadas. No puertas reales, no. Eran murales. Pequeños. Hermosos. En paredes rajadas, en muros de
fábricas abandonadas, en la parte trasera de supermercados. Algunas con escalones, otras con aldabas antiguas o conredores de
flores que nadie había regado nunca.
La gente las notaba, pero nadie sabía quién las hacía.
Hasta que una madrugada, Adrián —que regresaba de una
fiesta, con el alma
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