Un rey quiso saber cuánto lo amaban sus hijas.
Llamó a la mayor y le preguntó:
— ¿Cuánto me quieres?
—Te quiero como al oro —respondió ella.
Llamó a la segunda:
—Te quiero como a los diamantes.
Y cuando le preguntó a la menor, ella dijo:
—Te quiero como a la sal.
El rey se enojó.
¿Cómo podía compararlo con algo tan simple y sin valor?
Y sin pensarlo, la expulsó del palacio.
Pasó el tiempo…
Hasta que un día, el cocinero le sirvió la comida sin sal.
El rey la probó y la escupió.
— ¡Esto no tiene sabor! ¿Qué clase de burla es esta?
El cocinero, sin miedo, le dijo:
—Hoy su comida no tiene sal…
como su vida, desde que rechazó a quien más lo amaba.
Entonces el rey entendió.
La sal no brilla como el oro.
No es elegante como el diamante.
Pero es esencial.
Sin ella… todo pierde sabor.
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