EL HOMBRE QUE VENDÍA
ESPEJOS ROTOS
En una
calle de adoquines sueltos en el
barrio Palermo de Buenos Aires, justo al lado de un viejo
kiosco cerrado, había un puesto pequeño cubierto con una lona gris. No vendía
fruta, ni libros usados, ni artesanías. Vendía espejos. Pero no nuevos, ni brillantes. Espejos rotos.
El dueño se llamaba Fermín. Tenía la barba desordenada, los ojos tristes y una voz tan suave que parecía siempre pedir permiso al hablar. Nadie sabía muy bien su
historia, pero corría
... (ver texto completo)