Julita vivía en el
pueblo desde siempre.
Pequeña, encorvada, con la mirada baja y el delantal siempre manchado de harina.
Decían que no sabía decir “no”.
—Julita, ¿puedes cuidar a mis hijos esta tarde?
—Claro, hija.
—Julita, ¿te importa hacerme el favor de ir a por el
pan?
—Faltaba más.
—Julita, ¿puedes prestarme tu
horno?
—Con gusto, llévate la llave.
Y todos murmuraban:
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