El
cementerio quedaba al borde del
pueblo, en una colina rodeada de
cipreses, donde el viento parecía caminar en puntillas. Los que vivían cerca decían que allí no todo estaba quieto. Que cada mañana, cuando la
niebla aún acariciaba las lápidas, un perro mestizo de pelaje oscuro estaba allí, sentado frente a una tumba sin nombre, como si custodiara un secreto que nadie más sabía.
Nadie lo había llevado. Nadie lo reclamaba. Nadie sabía exactamente desde cuándo estaba. Pero nunca faltaba.
Al principio
... (ver texto completo)