Cuando lo encontraron, estaba enrollado como una
piedra, al borde de la
vía del
tren en las afueras de Ankara, Turquía. Nadie sabía de dónde había salido, ni cuántas
noches llevaba allí. Solo era “el niño del abrigo verde”.
Tenía unos siete años, quizá menos. No hablaba. No lloraba. Solo apretaba los labios y observaba con una desconfianza que cortaba el aire. Tenía una herida mal curada en el pie, los dedos de las manos sucios de hollín, y una mirada vieja, más vieja que cualquiera de los policías
... (ver texto completo)