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LOS BALCONES: EL HOMBRE DE LA BICICLETA...

EL HOMBRE DE LA BICICLETA
Aún puedo escuchar el chirrido de esas ruedas oxidadas entrando al patio.
Cada tarde, cuando el sol caía, sabía que papá había llegado a casa.
— ¡Ya llegué! —gritaba desde la puerta, con esa sonrisa cansada pero luminosa que siempre nos regalaba.
Su bicicleta verde, vieja y parchada, quedaba recostada contra la pared. El manubrio oxidado, el asiento remendado con cinta… pero para él era su fiel compañera de vida.
—Papá, ¿por qué no tienes un auto como los demás? —le preguntaba mi hermano menor.
Él reía, nos despeinaba y respondía:
—Esta bicicleta me lleva y me trae. ¿Qué más podría pedir?
Pero nosotros sabíamos la verdad.
Lo veíamos llegar empapado en los días de lluvia.
Lo veíamos temblar de frío en invierno.
Lo veíamos quedarse sin aire en las cuestas, luchando contra el viento.
Por eso, una noche le prometimos:
—Cuando seamos grandes, papá, te vamos a comprar un auto rojo. Para que ya no tengas que pedalear tanto.
Él se rió fuerte, con esa carcajada que llenaba toda la cocina.
—Un auto rojo, ¿eh? Eso sí que suena bonito.
Los años pasaron. Mi hermano se hizo ingeniero, yo conseguí un buen trabajo. Y en secreto, fuimos guardando dinero en una cuenta especial: “Para el auto de papá”.
Durante ese tiempo, él siguió llegando a casa en su bicicleta verde. Más óxido, más parches, la misma sonrisa.
Finalmente, lo logramos. Fuimos a la concesionaria un sábado y compramos un sedán rojo, justo como se lo habíamos prometido.
—Mañana le damos la sorpresa —le dije a mi hermano. —Papá no lo va a creer.
Pero esa noche, la vida nos jugó su golpe más cruel.
Un camión, la lluvia, la carretera… y su bicicleta verde, destrozada en el asfalto.
Cuando llegamos al hospital, ya era tarde.
El doctor nos dijo en voz baja:
—Llegó consciente… Sus últimas palabras fueron para ustedes. Dijo que estaba orgulloso de sus hijos. Que sabía que cumplirían sus promesas.
Al día siguiente, el auto rojo llegó a casa, brillante, impecable, con ese olor a nuevo que tantas veces imaginamos para él.
Lo estacionaron justo en el lugar donde papá siempre dejaba su bicicleta.
Mi hermano y yo nos quedamos allí, en silencio, mirando el auto que él nunca pudo manejar.
Las llaves pesaban en mi mano como plomo.
—Lo logramos, papá —susurré—. Cumplimos la promesa.
Pero ya no estaba para verlo.
Se había ido en su última carrera en bicicleta, pedaleando hacia un lugar donde tal vez no hacen falta ruedas para volver a casa.
Y aún hoy, cada vez que veo una bicicleta verde en la calle, escucho su voz en mi memoria:
“ ¿Qué más puedo pedir?”
Y entiendo que ya lo tenía todo:
El amor de sus hijos.
Y la satisfacción de haber cumplido con su deber, día tras día, sin importar lo difícil que fuera el camino de regreso a casa.