EL BARRENDERO QUE SABÍA DEMASIADO”
Cada mañana, el mismo ritual: calle abajo, escoba en mano, gorra gris y una sonrisa sin prisa. Don Jaime barría las aceras del barrio desde hacía más de veinte años. Algunos lo saludaban con cortesía forzada. Otros, directamente lo ignoraban.
— ¿Cómo estás hoy, don Jaime? —preguntaba el panadero.
—Vivo y agradecido. No es poco —decía él, levantando la vista.
Una vez a la semana, barría la acera de la biblioteca municipal. Allí solía sentarse unos minutos a observar a los estudiantes entrar y salir. A veces, recogía un libro que alguien había olvidado, lo hojeaba, lo olía, lo devolvía.
Una mañana, Lucía, una joven estudiante de Filosofía, lo vio leyendo a Kierkegaard sentado en el bordillo.
— ¿Le gusta ese autor? —preguntó, curiosa.
—Me desespera —respondió él sin levantar la vista—, pero tiene razón cuando dice que la vida solo puede ser comprendida mirando hacia atrás, aunque debe vivirse hacia adelante.
Lucía se quedó sin palabras.
— ¿Usted ha leído filosofía?
—Un poco. Cuando no tenía dónde dormir, las bibliotecas eran mi refugio. Los libros no juzgan.
— ¿Y por qué… —dudó— por qué barre calles?
Don Jaime cerró el libro, con la calma de quien no tiene nada que demostrar.
—Porque me da de comer. Porque me permite ver el amanecer cada día. Porque es un trabajo digno. ¿Qué más se necesita?
Lucía no supo qué decir. Se sintió avergonzada. Ella, que soñaba con escribir ensayos sobre el sentido de la vida, nunca se había planteado que alguien como él pudiera tener más respuestas que los autores que estudiaba.
Días después, lo invitó a tomar un café.
— ¿Sabes qué es lo más difícil de este trabajo? —preguntó él mientras removía lentamente el azúcar.
— ¿Qué?
—Que te miren como si fueras invisible. Que piensen que tu valor depende de cuánto cobras por hora.
—Pero usted vale mucho más —dijo ella, con sinceridad.
—Todos valemos mucho más. Pero no todos tienen ojos para verlo.
Lucía decidió escribir un artículo sobre él. Lo tituló “El barrendero filósofo” y lo publicó en el periódico de la universidad. La historia se viralizó.
Al día siguiente, varias personas comenzaron a detenerse a hablar con don Jaime. Algunos con curiosidad sincera, otros por simple moda. Un profesor de filosofía incluso quiso entrevistarlo para un programa de televisión.
Pero él se negó.
—No necesito aplausos tardíos. Prefiero el silencio de los que escuchan de verdad.
— ¿No le molesta que ahora lo admiren cuando antes lo ignoraban? —le preguntó Lucía.
—La admiración es tan falsa como el desprecio cuando no nace del alma. No busco admiración. Solo humanidad.
Esa frase quedó grabada en ella para siempre.
Lucía terminó su carrera, escribió su tesis inspirada en los diálogos con don Jaime, y se dedicó a recorrer escuelas hablando del valor de cada ser humano, más allá de su oficio o apariencia.
Y don Jaime… siguió barriendo.
Pero ahora, cada vez que pasaba su escoba por el suelo, sabía que estaba limpiando algo más que hojas. Estaba despejando prejuicios.
Cada mañana, el mismo ritual: calle abajo, escoba en mano, gorra gris y una sonrisa sin prisa. Don Jaime barría las aceras del barrio desde hacía más de veinte años. Algunos lo saludaban con cortesía forzada. Otros, directamente lo ignoraban.
— ¿Cómo estás hoy, don Jaime? —preguntaba el panadero.
—Vivo y agradecido. No es poco —decía él, levantando la vista.
Una vez a la semana, barría la acera de la biblioteca municipal. Allí solía sentarse unos minutos a observar a los estudiantes entrar y salir. A veces, recogía un libro que alguien había olvidado, lo hojeaba, lo olía, lo devolvía.
Una mañana, Lucía, una joven estudiante de Filosofía, lo vio leyendo a Kierkegaard sentado en el bordillo.
— ¿Le gusta ese autor? —preguntó, curiosa.
—Me desespera —respondió él sin levantar la vista—, pero tiene razón cuando dice que la vida solo puede ser comprendida mirando hacia atrás, aunque debe vivirse hacia adelante.
Lucía se quedó sin palabras.
— ¿Usted ha leído filosofía?
—Un poco. Cuando no tenía dónde dormir, las bibliotecas eran mi refugio. Los libros no juzgan.
— ¿Y por qué… —dudó— por qué barre calles?
Don Jaime cerró el libro, con la calma de quien no tiene nada que demostrar.
—Porque me da de comer. Porque me permite ver el amanecer cada día. Porque es un trabajo digno. ¿Qué más se necesita?
Lucía no supo qué decir. Se sintió avergonzada. Ella, que soñaba con escribir ensayos sobre el sentido de la vida, nunca se había planteado que alguien como él pudiera tener más respuestas que los autores que estudiaba.
Días después, lo invitó a tomar un café.
— ¿Sabes qué es lo más difícil de este trabajo? —preguntó él mientras removía lentamente el azúcar.
— ¿Qué?
—Que te miren como si fueras invisible. Que piensen que tu valor depende de cuánto cobras por hora.
—Pero usted vale mucho más —dijo ella, con sinceridad.
—Todos valemos mucho más. Pero no todos tienen ojos para verlo.
Lucía decidió escribir un artículo sobre él. Lo tituló “El barrendero filósofo” y lo publicó en el periódico de la universidad. La historia se viralizó.
Al día siguiente, varias personas comenzaron a detenerse a hablar con don Jaime. Algunos con curiosidad sincera, otros por simple moda. Un profesor de filosofía incluso quiso entrevistarlo para un programa de televisión.
Pero él se negó.
—No necesito aplausos tardíos. Prefiero el silencio de los que escuchan de verdad.
— ¿No le molesta que ahora lo admiren cuando antes lo ignoraban? —le preguntó Lucía.
—La admiración es tan falsa como el desprecio cuando no nace del alma. No busco admiración. Solo humanidad.
Esa frase quedó grabada en ella para siempre.
Lucía terminó su carrera, escribió su tesis inspirada en los diálogos con don Jaime, y se dedicó a recorrer escuelas hablando del valor de cada ser humano, más allá de su oficio o apariencia.
Y don Jaime… siguió barriendo.
Pero ahora, cada vez que pasaba su escoba por el suelo, sabía que estaba limpiando algo más que hojas. Estaba despejando prejuicios.