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LOS BALCONES: EL BURRO QUE LLEVABA LOS SECRETOS DEL PUEBLO”...

EL BURRO QUE LLEVABA LOS SECRETOS DEL PUEBLO
Nadie sabía exactamente cuántos años tenía, pero todos lo llamaban Don Paco. Era un burro de pelo gris, orejas caídas y paso lento, que caminaba solo por las calles empedradas de un pueblo que parecía olvidado por el tiempo.
No tenía dueño.
O quizá sí, pero hacía tanto que el hombre que lo crió había muerto, que Don Paco simplemente se quedó.
Como si tuviera una tarea pendiente.
Como si supiera algo que los demás no sabían.
Cada mañana, al amanecer, recorría el mismo camino: desde la plaza, bordeando la iglesia, hasta el viejo huerto donde ya no crecía nada.
A veces lo veían detenerse frente a las casas vacías.
Miraba un rato.
Respiraba hondo.
Y seguía.
Los niños lo querían.
Los ancianos le hablaban como si entendiera.
Y los que regresaban de la ciudad no podían evitar emocionarse al verlo… como si el burro les recordara que alguna vez fueron pequeños y todo parecía eterno.
Una vez, un niño de ocho años llamado Samir, que había llegado con su madre desde la capital, se le acercó con una manzana.
El burro la olfateó, la mordió con cuidado y luego… se quedó parado a su lado.
Samir lo acarició.
— ¿Tú también estás solo? —le susurró.
Don Paco no respondió.
Pero tampoco se fue.
Desde entonces, el niño lo acompañaba en sus paseos.
Y fue así como descubrió algo extraordinario.
El burro se detenía siempre frente a las casas donde alguien había muerto hace años.
O frente a la fuente donde una pareja de ancianos solía bailar.
O frente al árbol donde colgaban los columpios oxidados.
Samir empezó a anotar los lugares.
Y cuando los preguntaba a los vecinos, todos coincidían: Don Paco se paraba justo en los sitios donde alguna vez hubo amor, dolor… o historia.
—Ese burro está hecho de memoria —dijo una vez el panadero.
—No lo subestimen —añadió la boticaria—. Lleva más de lo que carga.
Un invierno especialmente frío, Don Paco dejó de caminar.
Lo encontraron acostado frente al portal de la escuela vieja. Respiraba lento. Sus ojos estaban tranquilos.
Samir se sentó junto a él.
Lo cubrió con una manta.
Y le habló bajito, como si quisiera contarle todos los secretos que aún no había vivido.
Esa noche, Don Paco se fue.
Pero algo quedó.
Al año siguiente, el pueblo decidió restaurar los lugares que el burro solía visitar.
La fuente volvió a sonar.
El columpio fue reparado.
Y una placa en la plaza decía:
“En memoria de Don Paco, el burro que nos recordó quiénes fuimos.”
Samir creció. Se convirtió en escritor.
Y cada libro que publicaba llevaba, al final, una dedicatoria sencilla:
“Para el que no hablaba… pero lo decía todo.”
“Algunos animales no vinieron a servirnos. Vinieron a recordarnos quiénes éramos cuando aún sabíamos amar.”