EL VIEJO DE LA ESQUINA "
En un barrio olvidado por el tiempo y la compasión, vivía don Ramón, un anciano cuyo rostro se había vuelto tan conocido como las grietas en el asfalto de las calles. La gente solía evitarlo, apartando la vista cuando él pasaba tambaleándose con su vieja chaqueta desgastada, sus zapatos desparejados y su mirada perdida. Algunos decían que su aspecto era repugnante, que su olor era insoportable, y otros simplemente sentían un miedo irracional hacia él, como si su presencia misma fuera un mal augurio.
Vivía solo, en una casa derruida al final de la calle, una ruina que se inclinaba peligrosamente hacia un lado, como si quisiera derrumbarse en cualquier momento. Nadie sabía exactamente cuándo había llegado a ese lugar; era como si siempre hubiera estado ahí, una figura marchita que simplemente había existido en la periferia de todos. Su piel era fina y traslúcida, como papel envejecido, con manchas oscuras que se extendían como sombras. Sus huesos se marcaban bajo la piel, frágiles y sobresalientes, y su cabello era apenas una maraña de hebras grises que colgaban alrededor de su cráneo.
Los vecinos lo miraban con asco. Don Ramón no pedía ayuda; de hecho, no hablaba con nadie. A veces se le veía buscando en la basura, hurgando entre restos de comida y desperdicios, con manos temblorosas y ojos que reflejaban un hambre desesperada. La gente lo evitaba, acelerando el paso cuando lo veían cerca. Para ellos, era solo una presencia molesta, una visión desagradable que preferían no reconocer.
Los días se volvieron más fríos y oscuros. El invierno se acercaba, y don Ramón parecía encogerse más cada día, su cuerpo encorvado por la falta de alimento, su estómago vacío gritando en la noche silenciosa. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba sin comer; quizás días, quizás semanas. Su casa estaba casi desprovista de todo, salvo una cama vieja y un par de mantas raídas. Se escuchaban ruidos desde el interior, susurros de desesperación, pero nadie se acercaba.
Una noche particularmente helada, los vecinos escucharon un grito. Era un sonido agudo, lleno de dolor y miedo, que rasgó la calma de la noche como un cuchillo afilado. Nadie se atrevió a salir de sus casas; nadie quería saber de dónde venía ese sonido, porque en el fondo, todos sabían de quién se trataba.
Días después, el olor comenzó a expandirse. Un hedor acre, nauseabundo, que llenó las calles como un viento enfermizo. Venía de la casa de don Ramón. Al principio, los vecinos fingieron no notarlo, pero pronto el olor se volvió tan fuerte que no pudieron ignorarlo más. Se tapaban las narices al pasar, murmurando entre dientes, maldiciendo al viejo por morir y dejarles ese último recordatorio de su existencia miserable.
Finalmente, alguien llamó a la policía. Cuando los agentes llegaron, encontraron la puerta entreabierta, chirriando al ser empujada. Un silencio pesado los envolvía, como si la casa misma contuviera la respiración. Avanzaron lentamente, sus linternas cortando la oscuridad, y el olor se hizo aún más insoportable.
Y allí, en la pequeña sala que apenas se mantenía en pie, lo encontraron. Don Ramón yacía en el suelo, su cuerpo delgado y frágil retorcido en una posición antinatural. Su boca estaba abierta, como si hubiera tratado de gritar una última vez, y sus ojos, hundidos en sus cuencas, miraban fijamente al techo, vacíos y apagados. Alrededor de él, trozos de comida podrida estaban esparcidos, restos de latas abiertas y pedazos de pan mohoso, como si hubiera intentado alimentarse con cualquier cosa antes de rendirse finalmente a la muerte.
Su cuerpo estaba cubierto de llagas y moretones, su piel pegajosa por el sudor frío del hambre, y sus manos, delgadas y huesudas, estaban aferradas al suelo, como si hubiera tratado de sostenerse en un último acto de resistencia. Los agentes se taparon las narices, retrocediendo ante la visión, incapaces de soportar el olor y la imagen grotesca de ese hombre que había muerto solo, abandonado por todos.
La noticia se esparció rápidamente por el barrio, pero nadie lloró por don Ramón. Nadie se atrevió a acercarse a la casa para rendirle homenaje o al menos despedirse. Para ellos, era solo una molestia más, un mal olor que pronto se disiparía. Al día siguiente, los vecinos se reunieron fuera de la casa. Uno de ellos, un hombre de rostro adusto, sugirió quemar la casa. "Es lo mejor," dijo. "Así nos deshacemos de esa peste de una vez por todas."
Y así lo hicieron. Encendieron fuego a la vieja casa de don Ramón, observando cómo las llamas devoraban las paredes de madera podrida y cómo el humo negro subía hacia el cielo, llevándose consigo los últimos restos de aquel hombre olvidado. Nadie habló, nadie miró atrás. Solo el crepitar del fuego rompía el silencio.
Cuando la casa fue consumida completamente, el barrio volvió a su rutina habitual. El olor desapareció, y don Ramón se convirtió en un recuerdo vago, una sombra que ya no atormentaba a nadie. Pero algunos, en la quietud de la noche, empezaron a escuchar un sonido que no podían explicar: un gemido suave, casi un lamento, que parecía venir de la esquina donde había estado la casa.
Decían que era el viento, que eran ratas en la basura, que eran cosas sin importancia. Pero en lo más profundo de su ser, sabían que era él. Era don Ramón, que aún gritaba en su hambre eterna, buscando un poco de compasión en un mundo que le había dado la espalda hasta su último aliento.
En un barrio olvidado por el tiempo y la compasión, vivía don Ramón, un anciano cuyo rostro se había vuelto tan conocido como las grietas en el asfalto de las calles. La gente solía evitarlo, apartando la vista cuando él pasaba tambaleándose con su vieja chaqueta desgastada, sus zapatos desparejados y su mirada perdida. Algunos decían que su aspecto era repugnante, que su olor era insoportable, y otros simplemente sentían un miedo irracional hacia él, como si su presencia misma fuera un mal augurio.
Vivía solo, en una casa derruida al final de la calle, una ruina que se inclinaba peligrosamente hacia un lado, como si quisiera derrumbarse en cualquier momento. Nadie sabía exactamente cuándo había llegado a ese lugar; era como si siempre hubiera estado ahí, una figura marchita que simplemente había existido en la periferia de todos. Su piel era fina y traslúcida, como papel envejecido, con manchas oscuras que se extendían como sombras. Sus huesos se marcaban bajo la piel, frágiles y sobresalientes, y su cabello era apenas una maraña de hebras grises que colgaban alrededor de su cráneo.
Los vecinos lo miraban con asco. Don Ramón no pedía ayuda; de hecho, no hablaba con nadie. A veces se le veía buscando en la basura, hurgando entre restos de comida y desperdicios, con manos temblorosas y ojos que reflejaban un hambre desesperada. La gente lo evitaba, acelerando el paso cuando lo veían cerca. Para ellos, era solo una presencia molesta, una visión desagradable que preferían no reconocer.
Los días se volvieron más fríos y oscuros. El invierno se acercaba, y don Ramón parecía encogerse más cada día, su cuerpo encorvado por la falta de alimento, su estómago vacío gritando en la noche silenciosa. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba sin comer; quizás días, quizás semanas. Su casa estaba casi desprovista de todo, salvo una cama vieja y un par de mantas raídas. Se escuchaban ruidos desde el interior, susurros de desesperación, pero nadie se acercaba.
Una noche particularmente helada, los vecinos escucharon un grito. Era un sonido agudo, lleno de dolor y miedo, que rasgó la calma de la noche como un cuchillo afilado. Nadie se atrevió a salir de sus casas; nadie quería saber de dónde venía ese sonido, porque en el fondo, todos sabían de quién se trataba.
Días después, el olor comenzó a expandirse. Un hedor acre, nauseabundo, que llenó las calles como un viento enfermizo. Venía de la casa de don Ramón. Al principio, los vecinos fingieron no notarlo, pero pronto el olor se volvió tan fuerte que no pudieron ignorarlo más. Se tapaban las narices al pasar, murmurando entre dientes, maldiciendo al viejo por morir y dejarles ese último recordatorio de su existencia miserable.
Finalmente, alguien llamó a la policía. Cuando los agentes llegaron, encontraron la puerta entreabierta, chirriando al ser empujada. Un silencio pesado los envolvía, como si la casa misma contuviera la respiración. Avanzaron lentamente, sus linternas cortando la oscuridad, y el olor se hizo aún más insoportable.
Y allí, en la pequeña sala que apenas se mantenía en pie, lo encontraron. Don Ramón yacía en el suelo, su cuerpo delgado y frágil retorcido en una posición antinatural. Su boca estaba abierta, como si hubiera tratado de gritar una última vez, y sus ojos, hundidos en sus cuencas, miraban fijamente al techo, vacíos y apagados. Alrededor de él, trozos de comida podrida estaban esparcidos, restos de latas abiertas y pedazos de pan mohoso, como si hubiera intentado alimentarse con cualquier cosa antes de rendirse finalmente a la muerte.
Su cuerpo estaba cubierto de llagas y moretones, su piel pegajosa por el sudor frío del hambre, y sus manos, delgadas y huesudas, estaban aferradas al suelo, como si hubiera tratado de sostenerse en un último acto de resistencia. Los agentes se taparon las narices, retrocediendo ante la visión, incapaces de soportar el olor y la imagen grotesca de ese hombre que había muerto solo, abandonado por todos.
La noticia se esparció rápidamente por el barrio, pero nadie lloró por don Ramón. Nadie se atrevió a acercarse a la casa para rendirle homenaje o al menos despedirse. Para ellos, era solo una molestia más, un mal olor que pronto se disiparía. Al día siguiente, los vecinos se reunieron fuera de la casa. Uno de ellos, un hombre de rostro adusto, sugirió quemar la casa. "Es lo mejor," dijo. "Así nos deshacemos de esa peste de una vez por todas."
Y así lo hicieron. Encendieron fuego a la vieja casa de don Ramón, observando cómo las llamas devoraban las paredes de madera podrida y cómo el humo negro subía hacia el cielo, llevándose consigo los últimos restos de aquel hombre olvidado. Nadie habló, nadie miró atrás. Solo el crepitar del fuego rompía el silencio.
Cuando la casa fue consumida completamente, el barrio volvió a su rutina habitual. El olor desapareció, y don Ramón se convirtió en un recuerdo vago, una sombra que ya no atormentaba a nadie. Pero algunos, en la quietud de la noche, empezaron a escuchar un sonido que no podían explicar: un gemido suave, casi un lamento, que parecía venir de la esquina donde había estado la casa.
Decían que era el viento, que eran ratas en la basura, que eran cosas sin importancia. Pero en lo más profundo de su ser, sabían que era él. Era don Ramón, que aún gritaba en su hambre eterna, buscando un poco de compasión en un mundo que le había dado la espalda hasta su último aliento.