Cada mañana, al cruzar el
puente que conectaba el
barrio residencial con el centro de la ciudad, Clara veía al mismo hombre: sucio, con la ropa rota, los zapatos despegados y una barba tan espesa como su silencio.
Siempre estaba sentado en el mismo banco, mirando el
río. No pedía nada. No molestaba a nadie. Solo… estaba.
Algunos le dejaban un café. Otros, una moneda. Muchos, simplemente, desviaban la mirada.
Un día, Clara iba tarde al trabajo y, sin darse cuenta, dejó caer su cuaderno de dibujo
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