6 PARTE DE LA HISTORIA. Pasadas las 48 horas de observación y efectos de la anestesia que le aplicaron, le enviaron para casa sin esperanzas de recuperación, sostenido con antibióticos, asta que Dios quisiera llevárselo.
En seguida llamaron a un sacerdote para que le administrase la Unción de Enfermos y la Sgda. Comunión en forma de Viático. Él estuvo atento a todo. Y Cuando salió el sacerdote de la habitación, le hizo seas a mi madre para que nos saliéramos todos: "Mamá”, que me dejen solo para dar gracias; pero tú quédate conmigo para que me ayudes".
Desde entonces su vivencia de Dios era manifiesta y vivía más en el cielo, a pesar de que palpaba su pequeñez y su pobreza. "Dios mío, llévame al cielo. Soy muy pequeño para sufrir tanto, pero que se haga tu voluntad. Todo como tú quieras. Te lo ofrezco por los pecadores, por las misiones".
Hablaba muy bajito, como consigo mismo. Dios tenía designios de santificación sobre él, adherido como estaba a su voluntad.
Le quedaba una fase en su enfermedad en la que había que bajar más profundo para saborear hasta el fondo las "heces" del cáliz del dolor.
IV. EL SENTIDO CRISTIANO DEL DOLOR
Un tipo de convulsión fue afectándole con frecuencia, que, aunque no recuerdo con exactitud más o menos a las 48 horas; en quince días fue disminuyendo en frecuencia e intensidad. Tales convulsiones le hacían retorcer sus miembros con tal dolor que desfiguraban su rostro, y no sabemos si perdía las facultades mentales. Pero, cuando le pasaba, que era de unos minutos de duración, quedaba desplomado y parecía cadáver. Al acogerle el pulso abría los ojos y decía: "No, todavía no; aún me queda que sufrir más. Dios lo sabe cuando me iré‚ al cielo. Todo se lo ofrezco a El.
Otras veces decía: "Dios mío, que no puedo sufrir tanto. Que sea lo que tú quieras". Y comenzaba su ofrecimiento: "Los niños, las misiones..."
Aquí ¡no había sentimentalismos: sólo dolor y fe! Las más de las veces, después de este trance, la Virgen le daba consuelo: "Madre mía, ayúdame, que soy muy pequeño no me dejes solo. Sí, ella está aquí
Rezad el Rosario, pero despacito para que yo pueda seguir".
También en estas reacciones se unía a Jesús en su pasión: "Tú sufriste más en la cruz y cuando te coronaron de espinas te dolía mucho tu cabeza". Sus palabras eran leves como un murmullo.
Mi madre trataba de ayudarle y le animaba con la esperanza del cielo: Pídele tú también perdón de tus faltas. Él te va a dar mucha gloria en el cielo; allí no tendrás dolores". Tan sereno como siempre le contestó:" Si ya me ha perdonado hace mucho tiempo. Y la Virgen también me espera en el cielo".
Siempre abrigué‚ la duda de si este niño sabía lo que decía o eran desvaríos a impulsos del dolor de cabeza, y le pregunté‚: ¿"Qué quieres mejor: el cielo, o ponerte bueno?". Y me contestó sin titubeos:" No, no me quiero poner bueno. ¿Tú sabes lo que es el cielo?
En seguida llamaron a un sacerdote para que le administrase la Unción de Enfermos y la Sgda. Comunión en forma de Viático. Él estuvo atento a todo. Y Cuando salió el sacerdote de la habitación, le hizo seas a mi madre para que nos saliéramos todos: "Mamá”, que me dejen solo para dar gracias; pero tú quédate conmigo para que me ayudes".
Desde entonces su vivencia de Dios era manifiesta y vivía más en el cielo, a pesar de que palpaba su pequeñez y su pobreza. "Dios mío, llévame al cielo. Soy muy pequeño para sufrir tanto, pero que se haga tu voluntad. Todo como tú quieras. Te lo ofrezco por los pecadores, por las misiones".
Hablaba muy bajito, como consigo mismo. Dios tenía designios de santificación sobre él, adherido como estaba a su voluntad.
Le quedaba una fase en su enfermedad en la que había que bajar más profundo para saborear hasta el fondo las "heces" del cáliz del dolor.
IV. EL SENTIDO CRISTIANO DEL DOLOR
Un tipo de convulsión fue afectándole con frecuencia, que, aunque no recuerdo con exactitud más o menos a las 48 horas; en quince días fue disminuyendo en frecuencia e intensidad. Tales convulsiones le hacían retorcer sus miembros con tal dolor que desfiguraban su rostro, y no sabemos si perdía las facultades mentales. Pero, cuando le pasaba, que era de unos minutos de duración, quedaba desplomado y parecía cadáver. Al acogerle el pulso abría los ojos y decía: "No, todavía no; aún me queda que sufrir más. Dios lo sabe cuando me iré‚ al cielo. Todo se lo ofrezco a El.
Otras veces decía: "Dios mío, que no puedo sufrir tanto. Que sea lo que tú quieras". Y comenzaba su ofrecimiento: "Los niños, las misiones..."
Aquí ¡no había sentimentalismos: sólo dolor y fe! Las más de las veces, después de este trance, la Virgen le daba consuelo: "Madre mía, ayúdame, que soy muy pequeño no me dejes solo. Sí, ella está aquí
Rezad el Rosario, pero despacito para que yo pueda seguir".
También en estas reacciones se unía a Jesús en su pasión: "Tú sufriste más en la cruz y cuando te coronaron de espinas te dolía mucho tu cabeza". Sus palabras eran leves como un murmullo.
Mi madre trataba de ayudarle y le animaba con la esperanza del cielo: Pídele tú también perdón de tus faltas. Él te va a dar mucha gloria en el cielo; allí no tendrás dolores". Tan sereno como siempre le contestó:" Si ya me ha perdonado hace mucho tiempo. Y la Virgen también me espera en el cielo".
Siempre abrigué‚ la duda de si este niño sabía lo que decía o eran desvaríos a impulsos del dolor de cabeza, y le pregunté‚: ¿"Qué quieres mejor: el cielo, o ponerte bueno?". Y me contestó sin titubeos:" No, no me quiero poner bueno. ¿Tú sabes lo que es el cielo?