3 PARTE DE LA HISTORIA. En los últimos días del mes de noviembre y primeros de diciembre del año 1953, cuando contaba el niño 11 años y cuatro meses de edad, comenzó a sentir un dolor en el oído derecho, con una leve supuración que observado por el médico de cabecera diagnosticó de pequeña importancia. Más, a pesar de una leve mejoría externa, se le manifestó un dolor de cabeza denso y continuo, teniendo que interrumpir la asistencia al colegio.
Pese a las frecuentes visitas y observaciones del doctor, según su parecer no acusaba gravedad más que la de un simple catarro.
El niño no lloraba, con su cabeza sobre sus brazos apoyados en la mesa decía: "Me duele mucho la cabeza y el médico dice que no tengo nada: pero tu, mamá no sufras: que sea lo que Dios quiera".
El mes de diciembre avanzaba y la fiebre iba acusando enfermedad de cuidado. Aunque se quejaba diciendo: "Me duele mucho mi cabeza", no le vimos inquieto; parecía un ángel por la candidez de su mirada, transparencia de su alma que estaba unida a Dios aceptando su voluntad con paz y confianza en la ofrenda que él hacía de su vida en lo más profundo de su corazón, muy secreta, como más tarde manifestó.
Decidimos llevarlo a la consulta de un especialista otorrino que en esos días comenzaba a ejercer su carrera. Pero el joven doctor después de someterlo a un reconocimiento interno, aseguré que el dolor de cabeza no tenía relación con el órgano auditivo, puesto que había cesado la supuración. Y para tranquilizarle de un supuesto dolor neurótico le recetó un sedante.
Pese a las frecuentes visitas y observaciones del doctor, según su parecer no acusaba gravedad más que la de un simple catarro.
El niño no lloraba, con su cabeza sobre sus brazos apoyados en la mesa decía: "Me duele mucho la cabeza y el médico dice que no tengo nada: pero tu, mamá no sufras: que sea lo que Dios quiera".
El mes de diciembre avanzaba y la fiebre iba acusando enfermedad de cuidado. Aunque se quejaba diciendo: "Me duele mucho mi cabeza", no le vimos inquieto; parecía un ángel por la candidez de su mirada, transparencia de su alma que estaba unida a Dios aceptando su voluntad con paz y confianza en la ofrenda que él hacía de su vida en lo más profundo de su corazón, muy secreta, como más tarde manifestó.
Decidimos llevarlo a la consulta de un especialista otorrino que en esos días comenzaba a ejercer su carrera. Pero el joven doctor después de someterlo a un reconocimiento interno, aseguré que el dolor de cabeza no tenía relación con el órgano auditivo, puesto que había cesado la supuración. Y para tranquilizarle de un supuesto dolor neurótico le recetó un sedante.