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RODALQUILAR: Buenas noches. Después de una semana fuera de casa...

Buenas noches. Después de una semana fuera de casa consigo de nuevo entrar en el foro de Rodalquilar. Los recuerdos de Don Ramón, de Dª Mª Alonso, de Don Otón y de Don J. Berenguel sobre sus felices años en el PARAÍSO, enseñándonos a los más jóvenes qué educación recibían en sus escuelas me ha hecho rescatar unos pasajes del ya citado libro del escritor Tico Medina, si bien es cierto me he visto obligado a eliminar algunos párrafos que considero faltan a la verdad, fruto de la pluma ágil de un joven periodista quizás poco documentado en ese momento. Un reflejo en parte de la historia que siempre nos habían contado de las minas, que todavía podría sorprendernos a los que no lo vivimos, hasta que un día don Ramón nos narró la verdadera historia.
" ¡ORO!
Una barrera se tiende ante nosotros. Junto a ella hay un hombre con ancho sombrero gris. Lleva una bandolera al centro, de las de placa dorada. Sin embargo, no usa escopeta.
Ni es necesaria en estas horas y en estos días que vivimos. (...) Esta es la frontera del Far-West español. Aquí empieza la ciudad del oro. Todavía Almería, a
la que no olvidaré jamás. Rodalquilar. Pasan, van y vienen unas grandes máquinas apisonadoras. La montaña tiene abierto el tajo en pleno pecho, y asoma unas grandes vetas rojizas, amarillas, pálidas como la muerte, violentas como la sangre. Aquí, sobre esta dura corteza de la tierra, hombres y hombres, a lo largo de los años, han trabajado día tras día intentando arrancarle unas briznas de oro al monte salvaje. Desde aquel lejano año de 1896, en que unos valientes se pusieron a buscar en la tierra de promisión cuarzo de plomo. Y salió, finísimo, el oro.
Suena una sirena. El pueblo de Rodalquilar, recién plantado, tiene blancas las paredes, flores en los setos, luces en las bajas ventanas. —Queremos hablar con el ingeniero jefe.
El guarda viene al momento. —Que pasen.
El misterio se había roto. Ante nosotros, en ese momento, mientras se levantaba la frontera del oro, se abría el mundo brillante, aventurero, de película, de las minas doradas y soñadas.
¿Será alguno de estos viejos hombres del casco metálico y el mono alguno de los pioneros de esta latitud? El ingeniero jefe es un hombre joven, deportista, intrépido. Lleva una sencilla sortija de oro, de casado, en su mano derecha. Se llama Juan Antonio Gómez Ángulo, es de Almería y padre de una numerosa familia. —Hasta el año 1923 las minas de Rodalquilar pertenecieron y fueron explotadas por una compañía inglesa. En el año 1936 se hizo cargo
de ellas el Gobierno de la República. Y en septiembre de 1943, la empresa nacional Adaro, del I. N. I. Cerca de nosotros, en la ancha habitación, hay una galería con piedras brillantes, con diminutos milagros geológicos; fotos de las minas, esquemas y, sobre el tablero, el casco metálico, de aluminio, que luego habría de traerse el periodista de Rodalquilar como recuerdo de aquella visita. Tardan varios años en ponerlas a punto. Se renueva todo. La maquinaria viene a sustituir al hombre. Las galerías se abren en lugar de los pozos. Se hace una investigación profunda y esperanzadora, minuciosa. Se busca en los viejos pozos. Se reanudan los sondeos en las cuadrículas rechazadas... El oro está aquí. En la dorada claridad de
Níjar. En las altas veletas minerales de las montañas del cerro del Cinto, donde de cuando en cuando, con frecuencia, suena la tremenda y lejana explosión de un barreno.
Subimos al coche. Vamos hacia la mina. Ahí están las potentes maquinarias, empapadas de ese polvo rojizo que es la madre del oro. Aquí se encuentra el motor que mueve al mundo. Y lo encuentran hombres con corazón, con valor, con intrépida alegría del trabajo. Vamos subiendo la cuesta empinada. Ahí están las factorías más modernas de Europa. La fotogeología hace milagros. Hablamos de baremos, de posibilidades, de cálculos.
—Cinco con cinco gramos de oro por tonelada de mineral se encuentran a tres mil metros de profundidad en África del Sur. Uno con seis gramos se encuentran en una tonelada de mineral en las minas de la Alaska Juneau.
— ¿Y nosotros, aquí?
El ingeniero consulta un libro. Se ha puesto sus gafas. La respuesta es hermosa, porque tiene trascendencia.
—Nosotros estamos en un término medio. Tres gramos de oro por tonelada de mineral.
Hemos llegado. Ante nosotros, el poderoso montarral en el que los hombres buscan. Trepidan las máquinas neumáticas que buscan el pecho dorado. Unos hombres se juegan la vida en lo alto de las piedras escurridizas con la larga pértiga de hierro duro, clavado en la roca, para colocar el barreno. Un polvillo pegajoso se levanta de las piedras. Cascos de aluminio, hondos aguijones; parece como si la ladera fuera a sangrar de un momento a otro, como si estos cirujanos de la sierra operaran su dolida columna vertebral del mundo con sus largos punzones quirúrgicos. (...) Las trepanadoras funcionan inexorables. A veces siento como un pequeño dolor en el costado. ¡Qué bien luce el oro, y qué duro y terrible de sacar! (...)
Pero, sin embargo, llevan en sus rudas manos, de madera trabajada, esos delgados cintillos de vieja plata de su matrimonio. Cuatrocientas familias viven en el pueblo. Unas dos mil y pico personas en total. Un cine hermosísimo. Dos bares. Un economato.
La alta y airosa torre de la iglesia. Nueve escuelas.
En el mismo lugar donde se levantó uno de los primeros pueblos de la Península, hace ya cientos de años, se endereza hoy este anexo de Níjar de la entraña de oro como una espléndida y hermosa realidad. La silicosis ha terminado. Por aquí anda, por algún sitio de este pueblo almeriense, Manuel García Sáez, un hombrecillo ya en la raya de la vida, que a sus sesenta y cuatro años puede ponerse en sus tarjetas de visita: «Yo encontré más de tres mil kilogramos de oro a lo largo de mi existencia.»
Subimos al coche otra vez. Dicen que analizan hasta el polvo de los barrenos. El oro aparece junto a la jaroxita, que es su más cariñosa pareja. Cuando sale de ella, ni se ve al microscopio siquiera. Se machaca la roca. Se tritura. El mineral grande, en una nueva máquina haciendo alusión descarada a la historia de los hombres, muele al pequeño. La harina terrosa tiene el color burdeos. Se hace el barro de la pulpa. A la pulpa se le añade cianuro de cal. Se agita como en una gigantesca coctelera. Luego viene el oxígeno, Y por fin, en el sucio chorro del agua, va el oro.
Un gran problema se plantea entonces: «Quitarle a ese agua embarrada las tierras que lleva disueltas.» Para ello es necesario un nuevo tratamiento: el polvo de cinc,
¡Y en ese momento aparece el oro sólido! Oscuro.
Termina un proceso y se acude a otro. Se ata a la viruta de ese oro de la noche con ácido nítrico.
—Y es entonces cuando tenemos el oro de veinticuatro quilates. Dos veces al mes lo enviamos a Madrid. Cada lingote tiene siete kilogramos y medio. Vale más de medio millón cada uno.
Un dato importante: cerca de cuatrocientos kilogramos de oro purísimo se han conseguido en Rodalquilar el año pasado. El oro obtenido se destina a la industria nacional, con lo que se consigue un ahorro considerable de divisas, por un equivalente a treinta millones de pesetas anuales.
Salimos. El pueblo sigue tendido al sol. El Chato continúa montando el violento caballo de la perforadora. El saneador, que es un héroe de todos los días, luego de la explosión, se mete por el hueco del nuevo pozo. Los guardas saludan al pasar. Los hijos de los mineros—que se han llevado este año todos los premios del grado—pasan cerca de nosotros, con sus carteras, camino de la escuela de la tarde.
Suena otra sirena. Los bares comienzan a llenarse de gente. Suenan palmas y estallan las risas contenidas en las pequeñas habitaciones de los vasos de vino...
No es tópico. Ha sido el broche de oro a una larga cadena de reportajes. Volveremos a Almería, si Dios quiere. Aunque el tren tarde catorce horas en llegar. Aunque esta Almería al sol aún continúe esperando con los brazos abiertos ese otro espléndido sol de la resurrección que necesita y que merece. Más que ninguna otra."
Sin hacer mención de los estragos que produjo la silicosis el periodista afirma alegremente que la silicosis ha terminado. Por ello y por más afirmaciones que he preferido no incluir en este relato entiendo que el señor periodista, todavía en sus comienzos, andaría un poco verde en los contenidos.
Mi agradecimiento a todos los que participan activamente en el foro y que nos enseñan a todos. Como saben, por unos motivos u otros, don Leocadio y yo no podemos estar activos últimamente, pero seguiremos leyendo sus comentarios. Yo me comprometo si quieren a narrarles en breve el asunto que un día les comenté del caciquismo en las minas de granates de Níjar.
Gracias a todos desde mi nuevo Paraíso en El Cañuelo. En especial mis recuerdos a Don Leocadio y a don Ramón que fueron quienes me animaron en su día a empezar en este foro.