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RODALQUILAR: Hace mucho tiempo que no entro en el foro, pues otras...

Hace mucho tiempo que no entro en el foro, pues otras cuestiones me han tenido ocupado, pero, hoy que comienza Diciembre, desde las estribaciones de la Sierra de Gredos en la provincia de Salamanca, donde la nieve caída ayer, dejó un paisaje de postal navideña que me hizo pensar en la cercanía de la Navidad, os quiero escribir este relato.
No diré si la narración es cierta, o sólo fruto de la imaginación de una mente inquieta, por ello, quien quiera creerlo que lo crea, y quien no lo desee, no tiene porqué creerlo, pero lo que si digo es que esto, es como aquello de las meigas gallegas, que no se sabe si creer o no creer en ellas, pero haberlas hay las.
Hace algún tiempo, un señor sufrió un grave accidente de tráfico. En los primeros momentos, toda su familia rezaba para que le pudieran operar las graves heridas y se salvara. Tras un tiempo en la UCI, se alegraron al comunicarles los médicos que se salvaría, pues su cuerpo iba respondiendo bien. En todo ese tiempo, ninguno de los familiares pensó en los daños que su mente pudiera haber sufrido. A los pocos días despertó del coma, pero no recordaba nada de lo ocurrido, ni reconocía a su familia. Había perdido la memoria.
Recuperado físicamente, fue trasladado a la casa familiar. Él los miraba como si fueran extraños, ni siquiera recordaba sus nombres. Más como no había perdido el habla, la familia intentaba ayudarle, hablándole de todo lo que se les ocurría para ver si algo de lo vivido anteriormente, le hacía recuperar su memoria.
Se acercaba la Navidad y un pensamiento reinaba en la mente de todos. Ese año, en la casa paterna en la cual todos se reunían, la Navidad sería triste…, muy triste…, con aquel padre y esposo que no recordaba nada, para el que, poco más o menos, eran unos extraños. Estaban contentos de tenerlo entre ellos sano y salvo, pero a menudo recordaban apenados, lo cariñoso, alegre y dicharachero que era su padre antes del accidente.
Un día, estando reunidos, uno de los hijos cogió un álbum de fotos antiguas. Este álbum era de sus abuelos, en el que además de recordatorios de comunión, de alguna invitación de boda, unos antiguos documentos, una vieja nómina de una empresa minera y algún que otro papel, había fotos en blanco y negro de los abuelos y de sus hijos, uno de los cuales era su padre. Le mostraba a éste las viejas fotos familiares, algunas muy deterioradas, explicándole quién era cada cual, con la esperanza puesta en la recuperación de su memoria, pero aunque el padre ponía interés en mirar las fotos, el resultado era nulo. Cansado dejó el álbum abierto.
El nieto, hijo del que le había estado enseñando el álbum, lo cogió y siguió pasando páginas. En una de ellas, el niño, vio pegado un trocito de papel de color amarillento anaranjado, más estrecho que una tarjeta de visita, con letras negras de imprenta en el que se podía leer: “Transportes Roig Billete de viaje de Almería a:” y a continuación, escrito con rapidez por una mano femenina, ponía “Rodalq” y tras la letra q continuaba un alargado trazo ininteligible. ¡Papá, esto no lo entiendo! ¿Qué pone aquí? El padre del niño, miró un momento y sin prestar mucha atención le dijo a éste lo que significaba. El pequeño siguió leyendo: “Importe del billete: 20 Pts.” ¿Papá, qué significa Pts.? El padre le respondió: Eso significa pesetas. ¿Y eso qué es? Ante tanta pregunta del niño, pacientemente el padre le explicó qué habían sido las pesetas.
El señor desmemoriado, al escuchar la explicación dada al niño, dijo: “Aquí le llamaban “pelas” y decían “la pela es la pela”. Todos los mayores, que habían estado charlando, callaron por un momento, y se miraron como si hubiesen oído algo extraño. En el salón de casa se hizo un silencio tan grande, que hasta la simple respiración de cualquiera, habría sonado como un vendaval. Al escuchar ese comentario, una luz iluminó la mente del que había usado el álbum. Hablaron entre ellos y pensaron que no sería mala idea hacer un viaje al pueblo de origen de su padre, porque, como dicen que los recuerdos de la infancia son los que más perduran, pudiera ser que, en el lugar donde vivió su niñez, alguno de ellos aflorase a su mente, de la misma forma que había recordado que a la peseta le llamaban pela, en el lugar donde después vivió.
La semana antes de Navidad, a media mañana de un luminoso día, en el que soplaba una ligera brisa de aire de Levante, llegaron al pueblo. Circulaban despacito para ir observando todo. Mientras hacían el recorrido el padre cambió el semblante. Continuamente gesticulaba como para decir algo, pero no acertaba a decir nada; antes de salir los sonidos por su boca, se ahogaban en su garganta, como arrepintiéndose por la inseguridad mental de lo que iba a decir. Llegaron hasta donde estaban las instalaciones mineras, subieron hasta lo que fue la tolva, donde bajaron del automóvil y desde allí, apoyados los brazos sobre unos maderos, observaron la panorámica de casi todo el pueblo.
Pasados unos minutos, mientras comentaban la belleza del paisaje, y celebraban su clima, que a pesar de ser finales de otoño ofrecía una espléndida mañana, el desmemoriado padre, repentinamente, queriendo explicarle a los suyos lo que era cada espacio de aquel lugar, extendió el brazo señalando hacia el frente y dijo: “En los llanos que hay allí, al otro lado del pueblo, a la izquierda de donde está el campo de fútbol, había muchas higueras, en las cuales cuando éramos niños, disfrutábamos cogiendo unos cuantos higos, antes de dirigirnos a la playa por la izquierda de ese puntiagudo cerro de enfrente, que se llama Cerro de los Guardas. Pasábamos ceca de donde los guardias civiles hacían prácticas de tiro y bajando por su ladera izquierda, llegábamos a Piedra Negra, la playa en la que está el risco Marcelino, desde donde los más intrépidos, se tiraban de cabeza al agua. Y en aquella otra playa que hay al fondo, que llaman el Playazo, nos tirábamos de cabeza a la Hoya, y salíamos buceando por debajo de las rocas hasta el mar abierto; nadábamos para dar la vuelta al puntazo rocoso, y subíamos de nuevo para volvernos a tirar”. Cuando terminó de hablar, todos, con los ojos llorosos, se abrazaron a él, felices con lo que acababan de ver y escuchar. Los recuerdos, irían volviendo a su memoria poco a poco, como por encanto, y la alegría de la familia fue indescriptible.
Regresaron a casa a pasar una feliz Navidad en la tierra que, cincuenta años antes, acogió a su padre y abuelos. Todo había sido gracias a que, el nieto, se había puesto a leer lo que decía aquel viejo billete de autobús. El billete, que su padre había querido conservar para recordar los viajes a la capital en el correo de aquel tiempo y lugar, junto a la panorámica del pueblo, habían sido, las claves que le habían devuelto a él sus recuerdos, habían sido las poleas, goznes y bisagras que le habían permitido volver a abrir las pesadas puertas de la muralla, del inexpugnable castillo de la memoria perdida.
Ese año, tras la cena de Nochebuena, el padre de familia hablaba y hablaba sin parar, contaba sus recuerdos, sin que nadie se permitiera decirle: “Papá deja ya de hablarnos de tu pueblo”; más bien al contrario, esa noche, todos escuchaban con deleite las viejas historias que contaba de su niñez pasada en aquel entrañable y bello lugar.
También les habló de cuando su padre, recién llegados a la nueva ciudad donde se quedaron a vivir, les llevó, a sus hermanos y a él, a conocer: la Plaza de Cataluña para ver el reloj de tierra que había en aquellos años, y a fotografiarse rodeados de palomas; la estatua de Colón al final de Las Ramblas, que está señalando al revés de donde debiera señalar; el viejo Parque del Tibidabo al que se subía en funicular, donde había un simulado avión dando vueltas, y desde el que se divisaba toda la ciudad; la Plaza de España con sus torres de la Exposición Universal, y Montjuic, con su fortaleza, sus jardines, su Pueblo Español y sus maravillosas fuentes luminosas que cambiaban de forma y color sus chorros; el Arco del Triunfo que no tiene nada que ver con ningún triunfo militar, sino con otra Exposición Universal, el Zoo, la Sagrada Familia, posiblemente el edificio de la ciudad más conocido mundialmente, la Casa Milá conocida como la Pedrera, la Barceloneta, la Catedral y el Barrio Gótico. Un Domingo, porque a él le gustaba coleccionar cosas, lo llevó solo, sin sus hermanos, a la Plaza Real para que viera las colecciones de sellos y monedas, y un día de primavera, cuando el calor se empezaba a notar, fueron todos a dar un paseo en las Golondrinas, aquellas entrañables embarcaciones del puerto.
En poco tiempo, siendo todavía un adolescente, acompañado de su familia, llegó a conocer de la ciudad que los había acogido, más cosas, rincones y peculiaridades que de la capital de provincia de la que procedían. Para él, recién llegado del pueblo, todo era maravilloso, impresionante, algo que nunca había visto, pero a pesar de ello no olvidaba su pueblo.
De esta forma pasaron la Nochebuena, escuchando, como nunca lo habían hecho, todas las anécdotas que su padre recordaba de cincuenta años atrás. La familia estaba feliz y tras escuchar cada relato, se miraban regocijados dando gracias. Para ellos fue como un milagro que, precisamente unos días antes de Navidad, su padre recuperase la memoria perdida.
Como al principio dije, esta narración pudiera ser cierta, bien podría ser un sueño, o producto sólo de mi imaginación, pero de lo que no cabe duda es de que sí ha sido una manera de entretener al lector, que a buen seguro, en leer este relato, ha invertido algún que otro minuto.
Un afectuoso saludo para todos.
Hermenegildo García Pino.