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RODALQUILAR: Desde el Cinto, atenuado por la distancia, llega hasta...

Desde el Cinto, atenuado por la distancia, llega hasta los oídos el estruendo de la explosión de los barrenos. A algunas mujeres, a la vez que se santiguan, se les puede oír decir en voz baja:
- ¡Santa Bárbara bendita y Virgencita de mi alma, que no haya pasado nada!
Por la tarde, después de escuchar el “Diario hablado de Radio Nacional de España” o “el parte”, como se le conoce popularmente, y el espacio de “Discos dedicados”, las amas de casa ponen suma atención en escuchar la novela, preparada con todo detalle por “el cuadro de actores de la SER”, mientras, ya más sosegadas del ajetreo de la mañana, cosen, zurcen o planchan algunas prendas, con la tranquilidad de que sus hijos están en la escuela. Es casi el único rato de expansión de las mujeres casadas, en el que se reúnen y comentan, en casa de alguna de ellas, además de la novela, las cosas de vecindad.
A las cinco en punto de la tarde, como si fuera el horario de una corrida de toros, suena por cuarta vez en el día, la sirena de la central y termina la jornada laboral de los operarios, pues el segundo relevo de los mineros, termina al filo de las diez de la noche, cuando desde El Cinto los traslada “el camión del relevo” que así le llaman.
Aún no son las seis de la tarde y ya, algunos trabajadores se arreglan y se marchan al bar, donde juegan la partida o charlan tomando un chato.
Salen de casa sin dar muchas explicaciones, pensando que el día ha sido duro. Ni por un momento se paran a pensar en lo dura que puede haber sido la jornada para el resto de la familia. Cuando a alguno, al volver del bar, su hijo le pregunta algo que tiene que ver con los deberes escolares, el padre le contesta: bien con otra pregunta, ¿pero eso no “te la enseñao” el maestro?, bien con una respuesta, eso que te lo enseñe el maestro, que “pa” eso está. Pero dejemos eso, pues son otros tiempos, y el futuro aún no ha llegado, que de él ya hablaremos.
Otros trabajadores y padres, los que tienen otra forma de ser, se quedan en su casa, haciendo compañía a los suyos y ayudando en lo que sea menester, y cuando ya no es precisa su ayuda, escuchan en la radio, junto a sus hijos, los episodios de Matilde Perico y Periquín, mientras la mujer de la casa prepara la cena. También otros, que los hay, se entretienen de otras maneras.
Empieza a escasear la luz, ya la noche está más cerca. Desde la caseta de guardas que hay a la entrada del garaje de la empresa, sale haciendo una ronda el guarda que está de turno. Atravesando su pecho, desde el hombro hasta el costado contrario, lleva una ancha cinta de cuero con la dorada placa de guarda jurado. Cubre su cabeza con un sombrero marrón que lleva una escarapela en la cinta que lo rodea. Acompañado de su bastón y su carabina, pasea observando los alrededores de las dependencias de la empresa y las casas de los ingenieros. Todo está tranquilo, se respira paz y tranquilidad por todos sitios, sólo unos niños juegan en la calle de más arriba del cine de invierno. A pesar de ello dará varias vueltas durante la noche, pendiente de cualquier ruido o movimiento, y en la madrugada, a la hora indicada, despertará a alguno de los vecinos, de esa parte del pueblo, que la tarde anterior se lo ha pedido por si se queda dormido.
Mientras unos amigos juegan detrás del ábside de la iglesia, a la puerta del cuartel salen unos civiles con dos enormes caballos, uno marrón y otro blanco, mientras son observados por el guardia que está de puertas. Sobre el empedrado cuadrado gris, que hay entre los dos jardincitos, en la misma puerta del cuartel, suenan fuerte y duro los cascos de los caballos. El centro de este empedrado reproduce el emblema del cuerpo. Son elegantes estos caballos, tienen una bonita estampa, y dada nuestra estatura, su alta figura impresiona. En su costado derecho, cuelga la funda de cuero marrón claro con su fusil dentro. En el izquierdo, enganchado de la silla, pende un zurrón de cuero negro. Uno de los niños, sin decir nada, sale corriendo, para volver poco después. Ha ido a darle un beso a su padre que esa noche entra de servicio. Sólo han pasado unos minutos y los caballos, al paso, con el capote de los guardias cubriéndoles la grupa, trasponen por la esquinita de la escuela en las Casas Nuevas, antes de llegar a los cerrillos, toman el camino que va hacia La Isleta.
Poco después, levantando gran polvareda y con fuerte ruido de motor viejo, resoplando cual bestia cansada, hace su entrada en el pueblo, el esperado correo, tirando a duras penas de su carga humana y material. Mucha gente lo espera; unos por sus seres queridos, otros por la correspondencia.
A la hora de la cena, se hace el silencio en la calle. Los niños se han recogido y tras haber cenado, empiezan las cabezadas, se duermen, sin haber terminado los deberes. El cansancio de tanta comba y pelota, tanta rayuela y guerrilla, ha mermado las fuerzas de los que, hasta hace sólo un “ratico”, parecían incansables niños. La madre viendo el pequeño gran drama, que para sus hijos supone, el tener los deberes por terminar y el sueño por empezar, los manda a la cama diciéndoles que por la mañana acabarán las tareas.
¡Con qué gusto se coge la cama, cuando uno se acuesta cansado!
Sobre el pueblo se hace el silencio. Hoy, ni siquiera el viento, se atreve a romperlo. Mudos testigos de ello son las estrellas del cielo de Rodalquilar, que de vez en cuando, antes de retirarse sigilosamente en el amanecer, mandan a una de sus fugaces hermanas menores, a que se dé una vueltecita por los alrededores, y así, ver si todos duermen, al comprobar que nadie exclama:
- ¡he visto pasar una estrella fugaz!
De esta forma, en estos años cincuenta, ha pasado un laborable día cualquiera, de finales de otoño o de primavera, eso lo dejo a elección del lector, aunque más bien, bajo mi punto de vista, debe ser de otoño, pues los civiles montados a caballo, al atardecer, ya llevan la capa puesta.
Escrito en presente, porque a mí así me apetece, para que al leerlo, aunque sólo sea mentalmente, produzca la ilusión de vivirlo de nuevo, he redactado este relato con cariño, para todos aquellos que, en todo, en parte, o en sólo un minúsculo cachito, sientan o consideren que algo de este pasado, también les pertenece.
Hermenegildo García Pino.