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A VILAVELLA: --Vuélvete de espaldas hasta que yo te avise --me dijo...

--Vuélvete de espaldas hasta que yo te avise --me dijo ella.
--No entiendo.
--Hazme caso... antes de que me arrepienta.
En estos tiempos de tantas tribulaciones nacionales prefiero recordar recovecos individuales.
Obedecí.
Pita se puso en pie y comenzó a desnudarse.
Un frufrú de sedas precedió al momento mágico.
--Ya puedes.
Me di la vuelta y me puse en pie.
La mujer que había habitado mis más enloquecidos sueños de juventud estaba ante mi, en mi senectud, apenas cubierta su espléndida desnudez por el chal negro de flores.
Lentamente PItita, tomándome de la mano, me condujo hasta el gran lecho. Ella se echó, dejando caer el chal a un costado.
Junto con los amortiguados trinos de los pájaros del campo, entraba a través de las láminas de la persiana la luz mortecina de la tarde trasmontana, trazando sobre el cuerpo de mi adorada un arabesco de luces y sombras.
Yo la miré con arrobo. Allí estaba, ofreciéndome su desnudez en el altar del amor, el sueño que tantas noches me había robado el reposo a lo largo de mis noches de cuartel.
La voz de Pita me llegó como lejana.
--Me muero de vergüenza. Si no te echas a mi lado, me iré para siempre.
Comencé a desnudarme lentamente; quería eternizar aquel instante.
Me acosté nervioso a su lado. Ella me abrazó, y sentí contra mi cuerpo las magnolias de sus senos y la tibieza de su vientre.
Luego salió el arco iris.