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CABAÑAS DEL CASTILLO: (PRIMERA PARTE COMENTARIO LA CAZA….) Como se dijo en...

(PRIMERA PARTE COMENTARIO LA CAZA….) Como se dijo en su momento los pilares fundamentales de la economía de los habitantes de Cabañas eran la ganadería y la agricultura y, por tanto, la base de su alimentación. Si bien, los productos procedentes de estas dos actividades ni eran los suficientemente abundantes, pues aunque los hubiera la mayor parte de ellos había que venderlos, ni tampoco constituían una alimentación debidamente equilibrada, por lo que ésta, aún sin conocimientos dietéticos, sino de forma natural, lógica y razonable, o quizá instintiva, se cumplimentaba con otros productos. Realmente con todos los que se podían conseguir que fueran comestibles.
Un aporte muy importante lo constituía la caza. En esos años el conejo –aún no había hecho su aparición la mixomatosis, pues ésta llegaría a estas zonas al final de los años 50-, era muy abundante, como así mismo lo era la liebre y la perdiz, principalmente. En la temporada adecuada también la paloma acudía en bandadas enormes para alimentarse de bellotas y también llegaban las avefrías o aguanieves, aunque éstas no eran demasiado apreciadas. Con un pareado popular solían decirlo todo sobre la misma: “Aguanieve, aguanieve, garbosita en el andar/mucha pluma, poca carne y muy dura de pelar.
El conejo, la liebre, la paloma, las avefrías y otras especies similares, y también pájaros, servían casi en su totalidad para la alimentación de la familia. Ocasionalmente se vendía alguna liebre cuando se acumulaban las capturadas, sin embargo las perdices era obligado venderlas prácticamente todas, pues se pagaban a buen precio y con el dinero obtenido se compraban cartuchos para seguir cazando, o bien los elementos necesarios para recargar los ya utilizados. La operación de llevar la caza y traer los cartuchos solía realizarla el bueno del tío Atilano, ya saben el correo-cartero, hacía la transacción en Retamosa en su recorrido diario en el servicio de Correos.
La caza solía practicarse en solitario aprovechando días que nos se podía trabajar por cuestiones de época, meteorología u otras circunstancia, si bien, en ocasiones salían dos, tres o más cazadores juntos y siempre que hubiera algún evento familiar que celebrar, como bodas, bautizos, comuniones, etc., era obligado salir todos juntos, en cuadrilla. Unos, los que mejor tiraban, escopeta en mano, otros que no la manejaban demasiado bien o no la tenían, se dedicaban a correr el terreno para levantar las piezas en unión de los perros, “hacer de perros” como ellos decían, y alguien iba provisto de un burro con aguaderas o un serón para transportar la caza cobrada.
El medio de caza por excelencia era la escopeta, que las había de uno o de dos cañones, unas legalizadas y otras clandestinas, que era lo de menos, pues disparan igual, sólo que en segundo caso había que estar más atento a ciertos brillos acharolados entre los jarales; (¿licencias de caza?. Alguna habría, pero mejor no hablar). En la mayoría de los casos por lo general eran escopetas viejas, a veces atadas con alambres para evitar que se cayese el guardamano o se abriera prematuramente al disparar, (era frecuente ver tras el disparo a algún cazador tratar de extraer de la recámara el cartucho vacío valiéndose de la navaja, lo que significaba que el expulsor no funcionaba, o simplemente ya no existía), y algunos años atrás, incluso eran frecuentes las de avancarga, pero lo cierto es que con estos “cacharros” solían hacer maravillas la mayoría de ellos a la hora de disparar. Era indiferente que saliera una pieza corriendo o volando, por lo general era abatida sin problemas, o como en numerosas ocasiones que salía un conejo o liebre al mismo tiempo que se levantaba una perdiz y con un cañón se abatía a la pieza de tierra y con el otro a la del aire. Realmente era admirable ver cazar a aquellos hombres que habían tenido menos entrenamiento que necesidad, pero ya se sabe que ésta al ser mucha, como era el caso, aguzaba habilidades y hacía maestros. Puede decirse que Cabañas era un poblado de buenos cazadores. Además conocían el terreno de una forma sorprendente y de vez en cuando solían avisarse unos a otros con frases tales como: “prepárate, que detrás de aquellas matas te salen las perdices”, “colócate en aquel morrete, que voy a entrar un poco más bajo, que aquí saldrá una liebre –o una beata, como también la llamaban-”; “corre al portillo de la cerca que te va a entrar una zorra”…. ¡Coño, que acertaban siempre!. Es que no fallaban ni una predicción, otra cosa es que acertara el que tenía que abatir las piezas en cuestión, que también solía hacerlo. Por otro lado, a pesar de ser en su mayoría, como se ha dicho, buenos tiradores y expertos conocedores del arte, eran tremendamente modestos y si alguien se dirigía a cualquiera de ellos haciéndole ver que tiraba bien, la respuesta siempre era la misma: “ ¡Bah, como a cualquiera, la que cae no se va”. En la actualidad ya han desaparecido, en su mayoría, estos hombres que tan elegante y modestamente practicaban la caza, y tal era su afición, que para mí tengo que alguno que otro habrá aprovechado la travesía para zumbar a los patos desde la barca de Caronte, modalidad que en Cabañas nunca pudieron practicar. Los pocos que aún viven puede decirse que tienen el billete comprado, o próximos a hacderlo, en conformidad con las leyes de la Naturaleza y biológicas.
También se cazaba a otros animales que no servían para la alimentación directa, en cambio su piel era apreciada, tales como tejones, jinetas, alguna nutria, zorras -muy numerosas-, incluso algún lobo, vendiéndose la misma a distintos pieleros que pasaban por el pueblo.
Si en cualquier modalidad de caza detectaban algún jabalí, como el cartucho de caza normal, o sea el de perdigones, (los números de perdigón más utilizados eran del 5, el 6 y el 7, con preferencia los dos primeros, pues se adaptaban bien a todas las piezas de caza menor y a cualquier distancia normal de tiro), no es apto para cazar a estos animales, recurrían a un pequeño truco que entrañaba un gran peligro, pero ellos lo hacían sin dudarlo. Consistía en coger un cartucho de perdigones y hacerle un profundo corte en redondo con la navaja, justo entre el taco y el contenedor de los perdigones, con lo que al disparar, éstos salían todos juntos dentro del medio cartucho, alcanzando una gran distancia en estas condiciones y haciendo el efecto de una bala, con lo que si el jabalí era alcanzado quedaba fulminado, pues al impactar sobre el mismo los perdigones se abrían causando mortales heridas interiores al animal. No faltó quien al no disponer de tiempo para cortar el cartucho, procedió a meter por el cañón del arma la navaja misma, cerrada, haciéndola llegar hasta topar con el cartucho y a continuación disparar, con lo que la navaja hacía de proyectil con efecto de bala. Como se ve no se tenía demasiado en cuenta el riesgo con tal de abatir una pieza que venía a ser otra matanza.
Entre estas y otras imprudencias cometidas con las armas y el estado general de las mismas, no eran infrecuentes los accidentes. Sobre todo los derivados de aperturas prematuras de las recámaras o fogueos por desajustes excesivos de la misma, (ya se ha dicho que no era raro ver escopetas cuyo cierre se confiaba a unas vueltas de alambre, ¡incluso cuerdas!). El resultado más frecuente eran quemaduras en cara y manos, aunque hubo un caso extremo en el que un cazador perdió el ojo derecho en uno de estos incidentes y, como la necesidad era grande, aprendió a disparar a izquierdas y al cabo de unos años, en otro accidente similar perdió el ojo izquierdo con lo que quedó totalmente ciego. Se llamaba José y su mujer Frasca, un derivado de Francisca.
Además de las escopetas también se utilizaban cepos, lazos, orzuelos, la espera, la chilla… muy curiosa ésta, pues consistía en imitar el sonido que hacen los conejos valiéndose del dedo índice doblado y colocado sobre los labios, -había quien lo hacía con una pequeña vaya seca de sauce, pero no era lo habitual-, luego succionaban el aire con fuerza y modulaban el sonido, de forma que los conejos aparecían de inmediato, bien de los alrededores, bien del interior de la madriguera para ver qué ocurría en su entorno, momento en que el cazador dejaba de chillar y disparaba… no faltó quien descubriendo el nido de un águila, una vez que los polluelos nacían, subía todos los días a lo alto de los riscos y ataba el pico de los pichones con una cuerda. De esa forma no podían comer la caza que la mamá águila les traía. A la mañana siguiente volvía a subir, les libraba de sus bozales y les alimentaba con las vísceras del conejo, liebre o la pieza que hubiera en el nido, llevándose ésta. La operación se repetía hasta que los pollos llegaban a adultos y marchaban del nido.