Nos acercamos a la Iglesia, dejando a la deteriorada Ermita a nuestra izquierda. Nos sentimos minúsculos ante tan imponente construcción en un lugar tan pequeño. Vemos una obra austera, condenada a la perpetuidad por su sensación de solidez. Lineas rectas por doquier. Amplios contrafuertes Románicos. Timidas ventanas diseminadas por sus muros. Dos puertas claveteadas, con rusticos porticos, acentuan su recogimiento. Una tercera puerta, en la base de la torre, coronada por un arco ojival que supuestamente soporta el muro, nos invita al interior. Observamos esa torre enlazada al cielo y firmementente sujeta a la tierra. Con su reloj a media altura y como si fuera un parche, que cuando niño me indicaba la hora de comer, el recreo ó simplemente, alejado del pueblo, cuando tenia que volver. En todo lo alto, el campanario, coronado por los nidos de las cigüeñas que nos recordaba por las formas, a la cabeza de un cristo con la corona de espinas. Esas campanas impersonales que nos anunciaban de todo; una boda, un fuego, una misa y tristemente, una muerte.