Compramos energía a futuro

LA HABA: ¡Chaaaaaaaaaaaaaaaascho!, ¿no hay nadie por ahí?. Qué...

La crudeza de los veranos e inviernos extremeños se sufría, respectivamente, en las tierras de calma donde se recolectaba el trigo y la cebada, y en los serios olivares que nos proveían de ese manjar –entonces casi denostado- que es el aceite puro, o virgen, de oliva. Escojo estas dos tareas por entenderlas como los dos paradigmas que mejor definen la extremidad de nuestro clima. La Física dice que el frío no existe, que sólo el calor es un fenómeno independiente, pero nosotros los jabeños sabemos –porque vivimos de las sensaciones- que aquí cuando dice a hacer frío, hace un frío que pela; y cuando hace caló, mucha caló, o te acuartelas o te amortajan.

LA CALÓ, O LA SIEGA.

En la Magacela de los años cincuenta y tantos, una pareja a punto de casarse rompió su noviazgo con este diálogo: “Mira, Manué, mi padre m’ha dicho que no me case contigo porque no sabes segá”; y el muchacho, que no iba pa segaó, le contestó: “Pos dile a tu padre que te case con la máquina de doña Amelia, que siega y ata”. Esta ruptura, que fue real, ilustra qué importancia se daba a esta tarea que -con jocino, dedil y muñequeras de cuero- ejercían aquellos renegríos braceros bajo un sol ametrallador y sin más sombra que la que ellos mismos, a la hora de comer, se fabricaban con el jato de las bestias y cuatro jaces del propio trigo segado. De los que trabajaban por cuenta ajena y a destajo, que eran los más (a los que yo llamo “depriseros”), no podré olvidarme nunca, por su sabiduría y misericordia: pues, de vez en cuando, el jocino perdonaba la vida a alguna que otra espiga, a sabiendas de que con ellas –espigando- se ganaba la vida una parte de la chiquillería jabeña de entonces.

EL FRÍO, O LA RECOGIDA DE ACEITUNAS (reiteración).

Uno de estos niños, que puede que esta noche nos esté leyendo, me confió –como uno de sus máximos sufrimientos físicos- la sensación tan horrible de frío en un día de Nochebuena de 1959 en el que, cogiendo aceitunas a jornal, el manijero le espetó esto: “ ¡Tú!, si tú, el de las manos en los bolsillos, ¿qué coño haces escaqueao y escondío sin tocá el piano?. (Hacía tanto frío…..), y el muchachillo le contestó: “Si es que, mire usté, no puedo hacé el güevo con la mano, la tengo congelá”, y el capataz –encorajinao- le sugirió: “Andanda con el jodío señorito, pos date golpes con el revés de las manos en los troncos de los olivos, ya verás como entras en caló”……. ¡JOPUTA! Y el niño –que todavía no había leído a Delibes- cogió y se meó en sus manitas para poder seguir faenando. Luego, un aceitunero altivo, le guiñaba un ojo para señalizarle el punto exacto –en cada uno de los olivos- donde enterraba un puñado de aceitunas, las mismas que el mismo niño haría suyas en los días subsiguientes en su tarea de rebusca.

Ahora que se estudia la organización neuronal, la teoría del enjambre, se me ocurre que la misericordia del segador (dejando espigas a propósito), y la malicia del aceitunero (escondiendo unas cuantas almorzás de aceitunas), creaba una sinergia, que podríamos llamar de la pobreza, que les permitía a aquellos niños ejercer el trueque: trigo por pan, y aceitunas por aceite; que con un poquito de azúcar les permitía merendar divinamente durante todo el año. No sé yo si entonces, en la consciencia de aquellos jornaleros, ya estaba domiciliada la inteligencia colectiva, tendente –sin más orden que el caos- a mejorar las condiciones de vida del grupo: del hormiguero que deberíamos ser.

Muy buenas noches a todos,

¡Chaaaaaaaaaaaaaaaascho!, ¿no hay nadie por ahí?. Qué joé, siempre pidiendo compaña jabeña. Averavé, por ejemplo: Sr. Alcalde ¿viajaremos a Quintana, y a Don Benito, por la línea recta?.... ¿O seguiremos zigzagueando hasta llegar a esos destinos, cuando jabeñeémos en agosto?. Ya nos dirás.

Un abrazo, y ¡Escribid, malditos!