El 25-11-1950, en el Ateneo de Sevilla, José Antonio Girón de Velasco, con esa grandilocuencia propia del populismo, y más del fascismo, pronunciaba un discurso que sonaba más o menos así: “.... Vamos a crear castillos de reconquista nueva, donde vosotros, y sobre todo vuestros hijos, se capaciten no sólo para ser buenos obreros, que eso es poco, y es todo lo más que quisieran los enemigos. Vamos a crear centros enormes donde se formen mejores hombres de arriba abajo, capacitados para todas las contiendas de la inteligencia, entrenados para la política, el mando y el poder……” Este falangista palentino, conocido como “El León de Fuengirola”, que fue ministro de Trabajo con 29 años, desde 1941 a 1957, (dicen que tuteaba al Difunto y se permitía contradecirle) con ese discurso estaba previendo el nacimiento de las Universidades Laborales, una institución que –junto al sistema de seguridad social, también iniciado por él- le hicieron valer su poder en aquel régimen de duros fascistas, aportándole su cara más social. Luego, en el tardofranquismo, Girón iba a ser el baluarte del inmovilismo, el más duro defensor de las esencias del Movimiento.
Diecisiete años antes, y en La Haba, en el invierno de 1933, tío Belorto y tío Laureano “Cántaro” se afanaban en moler la cosecha de aceituna en el molino de los Arévalo que hoy se encuentra derruido al lado de esa infernal discoteca de nombre impronunciable. Belorto, tres años después, fue promovido por un hermano de doña Purificación a mozo de mulas de la familia ya que el titular Juan Parejo, movilizado para la guerra en 1936, murió en el frente. Mientras tanto, la barbarie de aquella se cebó en la familia que nos ocupa, y mi estado de ánimo no me permite enumerar lo que se vivió en su seno en aquellos días; como tampoco me está dado describir lo que pasó en otras de signo contrario y casi a la par. Porque yo lo que quería decir es que, verificada la muerte de Parejo, tío Laureano “Cantaro” no se veía las manos en el molino, y le dijo a tío Juan Lorenzo “Tablero”, casado con tía Teresa Pajuelo, que le mandara a su hijo Manolo para ayudarle en sus tareas de molienda. Y aquel jabeñito, con unos 15 años, se presentó a trabajar con unas alforjas: en una bolsa llevaba la hortera con algo de comida, y la otra bien repleta de libros, los libros con los que le familiarizó su maestro don José.
Manuel aprovechaba cualquier espacio y tiempo para leer y leer, un libro tras otro, no se daba tregua. Sus compañeros de escuela, un par de años mayor que él, tuvieron peor suerte: unos con los republicanos, otros con los nacionales, y todos a la fuerza, bautizados como “la quinta del biberón” se los llevaron a la sinrazón guerrera. Y Manuel, leía y observaba el panorama; pensaba y leía más y más. Pero aquí no se trata de hablar de la Guerra, maldita sea ella y todas las demás, se trata de hablar de Manuel Lorenzo Pajuelo que, pensando en salir del pueblo con alguna peseta ahorrada, inicia los años cuarenta trabajando en tareas tan duras como recebar carreteras. Un día caluroso de 1943, con la espuerta llena de tierra para recebo y teniendo por testigo a su amigo Mariano, la tiró de mala manera a la cuneta y dijo en voz alta:”Esto es lo último que voy a hacer en La Haba”. Y a continuación desapareció del tajo y, al otro día, del pueblo. Entró en la Guardia Civil, en seguida ascendió a cabo, y luego escaló varias veces en el escalafón. Siendo guardia civil se comprometió con Isabel Casado. Siguió preparándose con toda disciplina pero debió percibir que la Benemérita no era el mejor de los campos para ampliar su cultura, así que regresó al pueblo y le dijo a Isabel, con toda claridad y hombría, que la dejaba, no por otra, sino porque su vida estaba lejos del panorama que le ofrecía el pueblo. Ella creo que no lo entendió, poco después se casó (¿por despecho?) con un viudo muy conocido del pueblo, pero Isabel enfermó y en poco tiempo murió siendo aún muy joven. Lejos de todo este drama, Manuel entra en un Seminario: sabiamente pensaría que la Iglesia era (y es) amplia fuente de saber y de poder. Y acertó de pleno.
El esfuerzo de Manuel desde 1944 a 1960, aproximadamente, tuvo que ser titánico: Bachillerato, Teología, Filosofía, Ordenación Sacerdotal. Cuando regresó al pueblo, después de muchos años, lo hace vestido de sacerdote: es un hombre todavía muy joven, de tez blanquísima, alto, espigado y elegante, de rasgos agradables y bien parecido, cabello negro peinado hacia atrás: ya era don Manuel. Ofició una misa en la capilla del Convento (hoy felizmente restaurado) en la que deslumbró con su verbo y su estampa a jabeños y jabeñas de toda condición.
Pero esto sólo era el principio.
Diecisiete años antes, y en La Haba, en el invierno de 1933, tío Belorto y tío Laureano “Cántaro” se afanaban en moler la cosecha de aceituna en el molino de los Arévalo que hoy se encuentra derruido al lado de esa infernal discoteca de nombre impronunciable. Belorto, tres años después, fue promovido por un hermano de doña Purificación a mozo de mulas de la familia ya que el titular Juan Parejo, movilizado para la guerra en 1936, murió en el frente. Mientras tanto, la barbarie de aquella se cebó en la familia que nos ocupa, y mi estado de ánimo no me permite enumerar lo que se vivió en su seno en aquellos días; como tampoco me está dado describir lo que pasó en otras de signo contrario y casi a la par. Porque yo lo que quería decir es que, verificada la muerte de Parejo, tío Laureano “Cantaro” no se veía las manos en el molino, y le dijo a tío Juan Lorenzo “Tablero”, casado con tía Teresa Pajuelo, que le mandara a su hijo Manolo para ayudarle en sus tareas de molienda. Y aquel jabeñito, con unos 15 años, se presentó a trabajar con unas alforjas: en una bolsa llevaba la hortera con algo de comida, y la otra bien repleta de libros, los libros con los que le familiarizó su maestro don José.
Manuel aprovechaba cualquier espacio y tiempo para leer y leer, un libro tras otro, no se daba tregua. Sus compañeros de escuela, un par de años mayor que él, tuvieron peor suerte: unos con los republicanos, otros con los nacionales, y todos a la fuerza, bautizados como “la quinta del biberón” se los llevaron a la sinrazón guerrera. Y Manuel, leía y observaba el panorama; pensaba y leía más y más. Pero aquí no se trata de hablar de la Guerra, maldita sea ella y todas las demás, se trata de hablar de Manuel Lorenzo Pajuelo que, pensando en salir del pueblo con alguna peseta ahorrada, inicia los años cuarenta trabajando en tareas tan duras como recebar carreteras. Un día caluroso de 1943, con la espuerta llena de tierra para recebo y teniendo por testigo a su amigo Mariano, la tiró de mala manera a la cuneta y dijo en voz alta:”Esto es lo último que voy a hacer en La Haba”. Y a continuación desapareció del tajo y, al otro día, del pueblo. Entró en la Guardia Civil, en seguida ascendió a cabo, y luego escaló varias veces en el escalafón. Siendo guardia civil se comprometió con Isabel Casado. Siguió preparándose con toda disciplina pero debió percibir que la Benemérita no era el mejor de los campos para ampliar su cultura, así que regresó al pueblo y le dijo a Isabel, con toda claridad y hombría, que la dejaba, no por otra, sino porque su vida estaba lejos del panorama que le ofrecía el pueblo. Ella creo que no lo entendió, poco después se casó (¿por despecho?) con un viudo muy conocido del pueblo, pero Isabel enfermó y en poco tiempo murió siendo aún muy joven. Lejos de todo este drama, Manuel entra en un Seminario: sabiamente pensaría que la Iglesia era (y es) amplia fuente de saber y de poder. Y acertó de pleno.
El esfuerzo de Manuel desde 1944 a 1960, aproximadamente, tuvo que ser titánico: Bachillerato, Teología, Filosofía, Ordenación Sacerdotal. Cuando regresó al pueblo, después de muchos años, lo hace vestido de sacerdote: es un hombre todavía muy joven, de tez blanquísima, alto, espigado y elegante, de rasgos agradables y bien parecido, cabello negro peinado hacia atrás: ya era don Manuel. Ofició una misa en la capilla del Convento (hoy felizmente restaurado) en la que deslumbró con su verbo y su estampa a jabeños y jabeñas de toda condición.
Pero esto sólo era el principio.