BLACOS: Título: El sillero...

Título: El sillero

Se alimentaba básicamente de las ratas de agua que pescaba en los remansos del Milanos o entre los juncos del Abión. Llegó una tarde de invierno y nos dijo que era sillero. Venía con lo puesto y mi tío Leandro le dejó que durmiera en una leñera que tenía al lado del frontón. Era un maestro con la anea, pero llegó en un tiempo en el que ya habían comenzado a ganar la batalla los tapices de polipiel para las sillas del salón y la formica había extendido su imperio a casi todas las cocinas del mundo, incluidas las de Blacos. Aún así le salía algún trabajillo de vez en cuando y mostraba su destreza con la paja seca de anea y la trenzaba hasta dejar los culos de las sillas impecables. Su oficina estaba en medio del frontón, muy cerca de su casa prestada. En aquellos años su manos eran sin duda lo más ágil de aquel sillero del que he olvidado casi todo, hasta el nombre.
Sí recuerdo que era un tipo desgarbado y un poco extravagante, con la cara surcada por montones de arrugas que nacen con la experiencia y los años de la vida. De piel morena, curtida en las miles de horas de carretera y manta; y de vestimenta descuidada, raída por el tiempo y el uso y en pleno declive hacia un porte ajado y harapiento. Pero más que sillero era un auténtico trovador de esas aventuras vividas casi siempre al humo de las velas y el candil de la tascas y tabernas que había recorrido en su vida. Y como buen juglar, tenía el don de la palabra, siempre adornada de gestos ampulosos e histriónicos. Vamos, que era un hombre de estos que se hace querer a los cinco minutos de haberlo conocido. Y era también desprendido, porque a pesar de las cuatro perras que ganaba siempre estaba dispuesto a ser el primero en dejarlas encima del mostrador para pagar la siguiente ronda. Aunque quizás, en el fondo él sabía que no le íbamos a dejar pagar ninguna. Nos gustaba escucharle y una noche con el frío sacudiendo las calles nos lo llevamos al bar para evitar que se congelara en el camastro en el que descansaba. Era el bar del siglo pasado. El suelo de hormigón estirado y poco pulido, la estufa de leña pegada al agujero negro por el que salía el tubo de la chimenea, y el techo bajo y con las vigas de madera. La barra, corta y escasa esa también de madera sobre la que se asentaba un mostrador de formica marrón. A su lado compartíamos cervezas miembros de distintas generaciones, desde el 57 al 65 más o menos. Entre ellos estaban Isaac e Ismael, a los que quiero recordar de forma personal porque hace tiempo que no compartimos casi nada o nada, y es una pena. Unos éramos más mayores que otros, pero en aquellos años no había diferencias. Lo que había era una amistad verdadera. Eran años en los que no era necesario tender puentes para cruzar el río de la discordia. Estábamos todos en la misma orilla y las aguas siempre bajaban tranquilas. No se salpicaba a nadie, y si alguien se caía al río enseguida encontraba una mano que lo ayudaba a salir y una estufa para secarle la ropa.
Entre cervezas y aventuras y chistes, se nos hizo de día. Estábamos todos. No se había movido nadie del bar. El sillero nos tenía hipnotizados con su conversación, sus experiencias y sus mentiras, porque de estas últimas había más que de las primeras, aunque nosotros las dejábamos pasar. Era lo que ahora se llama con mucha pompa y boato, un motivador grupal. Bueno, aunque la verdad es que no nos motivó mucho. Pero a mí sí me dio motivos para mantener su recuerdo, aunque haya olvidado su nombre.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
¡Buenos días! Simplemente decirte que el sillero se llamaba Cipriano.