BLACOS: Un amigo del alma...

Un amigo del alma

Hay muchas ocasiones, demasiadas, en la que la vida abandona el sainete y el vodevil, y se pasa a la otra orilla, a la del drama o la tragedia más descarnada. Y yo nada más ver esta foto descubro que tengo una deuda pendiente con ese lado oscuro, áspero y traumático al que nos empuja esa vida. En el fondo reconozco que es una deuda que nunca me he atrevido a pagar, porque aunque cuando escribo encuentro pocos obstáculo, sabía que afrontar este me iba a sumergir de nuevo en el dolor y en la amargura. Y también he descubierto que los recuerdos me esperaban frescos y vivos a la vuelta de la esquina. Y es que lo que hace a una persona inolvidable es haber compartido con ella una amistad profunda, íntegra, total y vacía de intereses. Es como si fuera ayer. De repente me encontré en una habitación llorando con desesperación, fuera de control y cerca de una histeria insoportable. Bastó una llamada telefónica de dos o tres minutos para que un día de sol espléndido se convirtiera en una noche lúgubre, tenebrosas, y negra como un pozo sin fondo. Entonces inicié un vía crucis de cientos de kilómetros por carreteras inmundas para llegar, como todos los vía crucis, al final delante de una cruz en la que las lágrimas me impedían leer lo que me imaginaba que estaba escrito. Un cementerio y una cruz, eso sí, en este caso alfombrada de coronas de flores como una manera digna de medir una amistad desmedida, como deben ser todas las amistades que nacen en el corazón.
Y allí, en silencio, al lado de Sara comencé a pagar una deuda. Y me di cuenta de lo difícil que me iba a resultar hacerlo cuando comprobé que era incapaz de levantar la vista de la cruz y mirar a la cara a los ojos de su madre. En ese mismo instante comenzó a nacer una culpabilidad en mi alma que seguramente no tenía ningún fundamento, pero que nunca he conseguido despegarme de ella. Y este sentimiento me impulsó al mismo tiempo a empezar por el principio. Recordaba a un hombre en apariencia duro, pero un hombre al que en cuanto rascabas un poco la corteza brotaba su sensibilidad a borbotones por todos los poros de su piel. Lo nuestro no fue ni un flechazo ni una amistad a primera vista. Fue más eso de que el roce hace el cariño, y un día juntos descubrimos que aunque vivíamos a años luz el uno del otro, nuestros caminos divergentes siempre convergían en un punto remoto. Los dos de la mano descubrimos que las barras de bar no eran vertederos de amor ni mucho menos, sino que eran academias de la vida cuando nos enfrentábamos a esa vida con los principios encima de la mesa. En esas barras de bar, y en esas tertulias hasta la madrugada, nos dimos cuenta que éramos dos personas a las que les gustaba su pueblo, sus gentes y su entorno, pero que anhelábamos haber vivido en otra época. Y esa época, así era nuestra amistad, la fijamos en una venta de La Mancha, para ser testigos directos de las andanzas de El Quijote. Y nos gustaba La Venta porque era un cruce de caminos, una reunión de culturas, un pozo de experiencias y sobre todo, porque era una vida que estaba por vivir, y no era una vida ya vivida. Y ahí en ese cruce de caminos se engancharon nuestras vidas de una manera insondable, como surgen las amistades del alma. Nuestros encuentros eran muy simples. Yo llamaba, decía que iba, él me esperaba y ahí empezaba cada día, casi siempre con cada noche, una nueva aventura, siempre mejor que la anterior. Y no discutimos nunca. Su ternura, sí si su ternura, superaba cualquier barrera. Podíamos ir a buscar setas o a saquear el caz. Él se arremangaba y yo miraba la escena con ironía. Él simplemente me miraba con su sonrisa socarrona y sabía perfectamente que yo sabía lo que estaba pensando, y que era algo así como " este jodido señorito ni se agacha, ni se moja las manos pero luego bien que come". También se daba el caso contrario. Cuando él venía, casi siempre sin avisar, era yo el que me arremangaba y le hacía de mayordomo, de ama de llaves o de telefonista para que su madre, siempre buscándolo, supiera donde estaba. No había reproches, ni dobles intenciones, Era todo tan plano como la amistad que se acuna en el alma. En ese cruce de caminos también descubrimos que a los dos nos gustaba más hacer felices que la propia felicidad. Con esa premisa nacieron propósitos demenciales, como los del Quijote, o llenos de cordura, como los de Sancho. Ninguno asumía siempre el mismo papel. Unas veces era él el que montaba el caballo y yo quien le seguía en el buro y otras yo era el jinete y él el escudero. En nuestra vida no había más, ni menos. Acercamos a esa venta, que a veces instalábamos a la sombra del olmo, a los que nos querían escuchar y como si estuviéramos en campaña electoral acabábamos convenciéndoles de que se unieran a nuestras empresas. No digo que a veces no intentáramos hacerles comulgar con ruedas de molino o que tratáramos de demostrarles que los molinos eran los soldados de un ejército bien armado. Pero como nosotros siempre íbamos en cabeza, las dudas eran pocas y las certezas muchas.
Después de repente, esa sensibilidad ya no brotaba de los poros, salía por las cicatrices de la piel y esto demostraba que la vida le comenzaba a dejar heridas. Y puede que él no supiera cicatrizarlas y también puede, y esto es más seguro, que yo pensara que eran arañazos cuando eran en realidad puñaladas traperas en sus entrañas, allí donde nace la fuerza y el dominio. La línea recta comenzó a convertirse en una curva permanente, y lo que eran pasos decididos comenzaron a ser tumbos de duda e indecisión. De repente se rompieron algunas vías de comunicación, se quebraron sendas de reconocimiento y nos encontramos cada uno en una orilla distinta de la vida. Mis esfuerzos por cruzar al otro lado se encontraban siempre con su huida, o lo que era peor, él se lanzaba al agua sin darse cuenta que no tenía barco, ni timón ni timonel. Y cuando sucede esto se pierde el rumbo, o puede que se olvide el destino, que es peor. Era una travesía arriesgada, mucho más de lo que yo pensaba entonces. Aún así busque y encontré la ayuda de muchos remeros para empujar todos en la misma dirección. Pero ni la fuerza de mis primos Miguel y Enrique, el sacrificio de Eduardo, el empuje de Luis, Miguel y Vicente o el amor propio de Jesús, fueron suficientes. No lo sabíamos entonces, pero nos estábamos acercando a las cataratas sin conseguir darle alcance y poderle gritar a los cuatro vientos que parara, que se diera la vuelta, que agarrara nuestras manos y se dejara guiar. No fuimos capaces, al menos yo no, de saber que al final de la catarata había un precipicio del que ya no se podía volver. Nuestra manos, mis manos, se quedaron en el aire vacías, con un vacío insoportable que después se acabó instalando en mi interior y nunca he conseguido sacarlo fuera, quizás hasta hoy. Durante todos estos años he tratado de negociar con él, con ese vacío interior, y siempre se ha negado a cualquier armisticio, y siempre me ha impedido superar ese obstáculo y mirar a su madre a los ojos. Y es que las amistades del alma no entienden de rectificaciones ni aceptan rendiciones. Quieren que recuerdes siempre que están por encima del pasado, que son amistades que se viven siempre en presente. Por eso, sobre todo por eso, es un amigo del alama.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Hola a todos, escribo hoy por primera vez, porque esto que has escrito Alejandro me parece precioso y me ha gustado leerlo, gracias. Ana.