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BLACOS: Tenía que llover, no podía ser de otra forma. Tenía...

Tenía que llover, no podía ser de otra forma. Tenía que llover, pero en este día de Navidad la lluvia tenía otro color y otro sabor. El color oscuro de la tristeza y el sabor amargo de las lágrimas que se le escapaban al sol y que las perfumaban las nubes hasta resbalar sobre nuestras mejillas, o sobre nuestra alma que a veces son más sinceras. Un sol, por cierto, que se había escondido entre las cortinas de la niebla para que nadie lo viera llorar, para que nadie nos diéramos cuenta que no brillaba porque estaba de despedida, acurrucado al otro lado del viento en una mañana de invierno en la que ya no podían jugar a enredar el pelo blanco con el pañuelo azul de la dama del campo. Se había ido sin decirles nada, a escondidas, con la modestia de los imprescindibles, con la tranquilidad de los tranquilos, pero con el dolor punzante de los que nos quedamos para ver su despedida.
Hasta las campanas de la Iglesia sonaban a lamento, su tañir era de pena, de sobresalto, porque en siglos de historia nunca se han acostumbrado a decir adios a los que siempre dicen hasta luego. Y todos esto sentimientos se podían tocar en un silencio que no era de Gloria, sino de impotencia y de desesperación, un silencio que siempre grita cuando sabe que las palabras no dicen nada.
Algunos dejamos vagar el pensamiento para encontrarnos de frente con una mujer que a primera vista parecía pequeña y delgada pero cuando sobrepasabas el físico te encontrabas con un mar gigante de ternura, que a veces desencadenaba una marejada de cariño con cientos de las que lo empujaban hasta las playas de cualquiera que quisiera mojarse los pies en su orilla. Su arte consistía en convertir en alegría las primeras señales de tristeza y que había hecho de la preocupación su penitencia. La ternura se le desbordaba por los pliegues de su vestido y por las arrugas de su piel, incontenibles, desbocadas, con esa generosidad que sólo ofrecen los que tiene todo, aunque siempre lo echen en falta. Se conformaba con cualquier cosa y en su vida María era una Victoria en la cruz y una pequeña flor de los Majanos la agradecía como si fuera un recuerdo de la Virgen de Begoña o un tesoro de almidón.
Caundo llegamos al Camposanto, estaba seguro que tú ya no estabas allí. Veía tu cuerpo escondido al sol de san Miguel, con un cordero en el regazo y esa manera tan tuya de esconder ese rebelde mechón de pelo blanco debajo del pañuelo azul. Y desde allí con tu socarronería habitual, seguro que pensaste, "rediós bendito, de donde sale tanta gente... están tontos o qué? Por cierto Vitoria que si algún día te cansas de darle conversación al santo y se te ocurre ir al cielo, ya sabes, no toques el timbre, entra sin llamar que eres de confianza. Y te lo dice alguien que sabe que tu cariño creaba adicción. Ahora todos trataremos de superar la ausencia de la mejor manera posible (ánimo Federico), pero también todos debemos estar seguros de que esto no es una derrota, es una "Victoria". Que no se os olvide. A tus pies señora. Besos.