RAPARIEGOS: LA CHIMENEA: ...

LA CHIMENEA:
Transcurría mil novecientos cincuenta y en el pueblo, la escasez que había era bastante importante, la mayoría de los niños después de salir de la escuela, jugábamos por las calles, unas calles que, en invierno, estaban llenas de barro, pero aun así, lo pasábamos muy bien.
Cuando llegaba el invierno quedaba muy poco tiempo para jugar en la calle, pues se hacía muy pronto de noche y había que recogerse temprano, porque en la calle la luz que había, era bastante escasa. La casa en la que vivíamos era muy antigua, yo creo que era de mil seiscientos más o menos, paredes encaladas, muy blancas, techos hechos con gualderas, que como muchos de vosotros sabéis, son unos tablones largos y gruesos y encima de ellos barro pisado. Por debajo de la madera del techo también estaba encalado en alguna habitación, con lo cual, daban una sensación muy agradable.
La cocina era diferente, era una habitación bastante amplia, con los techos ennegrecidos por el humo y una viga muy gruesa que cruzaba de parte a parte para sujetar las gualderas del techo y el armazón de la campana de la chimenea, de esta viga, siempre estaba colgando de un cable con la vieja bombilla y muy cerca de ella el antiguo candil de aceite, para suplir los continuos cortes de luz que había en aquella época. Las cocinas de entonces eran muy diferentes a las de ahora, normalmente tenían una gran piedra en el suelo y, la lumbre, se hacía encima de esa piedra, con ramas del pinar o ramas de chaparros del monte y abundante paja, paja que se traía con un cesto o covanillo desde el pajar. Para que no se esparciera la ceniza por toda la cocina, en los lados del fuego había unos topes alargados hechos con piedras o ladrillos de unos veinte o treinta centímetros de alto, por un metro de largo, más o menos que, si no recuerdo mal, en esta zona les llamaban morillos, estos morillos también les pintaban con cal, con lo que resaltaban mucho con el negro de la ceniza. La pared de la parte central de la lumbre, creo recordar, lo llamaban humero y de vez en cuando las mujeres lo pintaban con una pasta de tierra de color ocre, un poco rojizo, para que no estuviera tan ennegrecido, esta tierra la buscaban las mujeres montadas en burros en las barreras de Codorniz.
Lo que recuerdo muy bien como si fuera hoy mismo era el cocido, cociendo en un puchero de borro, pegado a la lumbre, toda la mañana.
Lo que tampoco se me puede olvidar, es aquella enorme chimenea por la que salía el humo, era tan grande que en noches oscuras de invierno, sentados a la lumbre, veíamos pasar las estrellas muy lentamente, con el paso de los minutos, unas desaparecían por un lado mientras que, por el lado opuesto, iban apareciendo otras nuevas, en algunas ocasiones alguna estrella fugaz cruzaba muy rápido el oscuro hueco, en otras ocasiones nevaba y los blancos copos descendían muy lentamente entre el humo hasta que se derretían antes de tocar el fuego, otras noches de luna, en la parte de arriba se veía el reflejo y por la parte de abajo, la matanza.
Atado con cuerda de esparto a un clavo muy viejo, colgaba un gran jamón, en otros clavos, los dos grandes lomos, los dos costillares, los dos solomillos y el largo espinazo, adobado con las patas, orejas, un par de codillos, y como era costumbre algún otro hueso, por detrás colgando del techo, en un par de varales de olmo reseco, colgaban los rojos chorizos, hechos con la carne picada, pimentón muy rojo, (de La Vera) justos de sal, un poco de vino y un poco de ajo, todo esto embutido, en trozos de tripa del vientre muy limpio del robusto guarro. El humo subía perezoso y lento y entre lo colgado, dándolo aroma y un curado y sabor estupendo.
Cuando iba llegando la primavera, en noches de marzo y abril época de celo, en la alameda cercana que había, llamada El Pozuelo, posado en la rama de un álamo y en medio de un gran silencio, oíamos por la chimenea cantar el mochuelo, los alcaravanes o también nombrados en esta zona por los niños con el nombre de dormideros, también se les oía cantar cercanos al pueblo.
Fueron pasando los años, pasó mucho tiempo, se tiro la casa y donde estaba la vieja cocina, hoy hay una bonita habitación que ocupa mi pequeña nieta, reconstruimos el hueco de la chimenea poniendo una gran ventana abatible en el tejado, ahora que mi nieta empieza a darse cuenta de las cosas, quiero que cuando este tumbada en la cama antes de dormirse, vea pasar las estrellas muy lentamente por el hueco de la chimenea y, con un poco de suerte vea alguna estrella fugaz cruzar muy rápido, que cuando llueva oiga golpear las gotas de lluvia sobre el cristal de la ventana, que en la parte de arriba vea el reflejo de la luna como lo vio su abuelo y, en noches de marzo y abril, época de celo, la abriré la ventana para que, en medio de el gran silencio de la noche, oiga cantar el alcaraván, también el mochuelo y que siempre recuerde cosas agradables, cosas de mi pueblo.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
un relato repleto de recuerdos de otros tiempos con los que con pocas cosas éramos muy muy felices.