MIS RECUERDOS
Tiempo de siega:
Avanza junio, llega julio y en nada, estamos en San Cristóbal. Lo noto en el aire, en ese olor que empieza a desprender la hierba que se ha segado con la fresca cuando el sol aprieta menos… Oigo el silencio expectante de los prados, como si supieran que les llega la hora.
El campo parece aguardar, expectante, la llegada de las manos que lo transformarán. La brisa acaricia las loma…Se pasea por el amplio llano donde se asienta el pueblo de Valcabadillo, y trae consigo el aroma de la tierra mojada por la tormenta de la pasada tarde que fue… un visto y no visto. Huele a heno recién cortado en el valle de las fuentes... Es una estación de trabajo, sí, pero también de recuerdos y de vida que resurge.
Cada año, en este tiempo, vuelven a mí las imágenes de otros veranos: El sonido del dalle, la risa compartida, el cansancio que huele a satisfacción. Así, entre el presente y la memoria, San Cristóbal se convierte cada año en símbolo de un tiempo que se repite y sin embargo, nunca es igual.
Era entonces, justo en este tiempo, cuando empezaba el trabajo más serio del año y que hoy me traen a mí, recuerdos de una época vivida. Una época, en que todo lo hacíamos con las manos, con la paciencia que exige la tierra y con unos conocimientos que venían aprendidos de generación en generación. De esos padres y abuelos que nos enseñaron y que íbamos realizando con los consiguientes errores del principiante… Repetíamos los mismos gestos, una y otra vez, hasta hacerlos nuestros.
La siega de la hierba, era la primera faena dura que se realizaba. Comenzaba temprano, antes de que el sol subiera demasiado y después de habernos metido entre pecho y espalda unas copitas de orujo que se compró el martes en la tienda de Mensi o el Riojano, acompañado de una galletas Marías de la fábrica Fontaneda de Aguilar de Campoo.
Salíamos con el dalle bien afilado… Antes de cada jornada, mi padre, lo había golpeado una y otra vez a la sombra de la pared que da a la cuesta con un martillo especial sobre el yunque; picar el dalle se llamaba, para devolverle el filo como si le devolviéramos el alma. Luego, con la piedra de afilar, la pizarra, que llevábamos siempre metida en la” cachapa” a la cintura, le dábamos el último toque. Ese filo fino que cortaba la hierba como si fuera agua.
A cada paso, el suelo blando cedía bajo nuestros pies, y el esfuerzo de la siega se mezclaba con la belleza del amanecer. Entre el verde intenso de la hierba, las flores silvestres asomaban aquí y allá, salpicando el paisaje de colores vivos. El dalle, con ese filo que te podías casi afeitar la barba, avanzaba firme, y cada hoja cortada dejaba escapar un aroma dulzón que se mezclaba con la humedad de la mañana.
El trabajo se hacía más llevadero cuando tenías compañía. Compartiendo miradas cómplices y palabras animosas ibas avanzando paso a paso, mientras el sol, poco a poco, ganaba fuerza y disipaba el frío de la noche. Así, entre el canto de los pájaros y el susurro del viento que se paseaba por las copas de los centenarios robles, la jornada avanzaba dejando atrás, el sueño y despertando la vida del campo.
Cada uno de nosotros llevaba su propio paso, su propio ritmo. A veces, las risas y las bromas aligeraban la faena... otras veces, el silencio y el esfuerzo compartido unían nuestros espíritus. Así, con cada rima de movimientos, la hierba caía en hileras ordenadas, listas para el siguiente paso del trabajo.
Era una tarea dura, pero también llena de satisfacción. A media mañana, cuando el sol ya apretaba, era gratificante sentarse a la sombra de un gran roble de la majada a descansar y darle un repaso al trozo de pan con queso y la botella de aquel vinillo que se hacía, con las uvas del valle de las viñas le llamaban, que había que ser muy valiente para meterse entre pecho y espalda pero… que era lo que había.
Segar era un arte, una labor en la que participaba todo el cuerpo. El movimiento del dalle debía ser firme, pero fluido, como una danza entre hombre y esa pista de baile reflejada en el prado. La hierba caía en hileras ordenadas, que después esparcíamos con el mango del rastro, aireándola para que el sol hiciera su trabajo. Días después, cuando ya estaba seca, la arrastrábamos con cuidado, formando grandes montones que luego cargábamos en el carro.
El carro avanzaba lento y seguro por el prado, tirado por dos vacas tudancas de pelaje apardado, grisáceo, negro… y mirada serena. Eran animales fuertes y nobles, acostumbrados al trabajo desde su juventud. El yugo, perfectamente ajustado a sus robustos cuellos, era más que una herramienta; era el símbolo de una alianza entre los animales, el hombre y la tierra. No hacía falta darles muchas órdenes; ellas conocían el camino y el ritmo de la faena, como si la sabiduría de siglos les hubiera sido transmitida junto con el instinto. Y luego, al pajar.
Los pajares… aquellos almacenes de vida, tenían una abertura en lo alto de la pared muy cerca del alar del tejado; el bocarón se llamaba. Por ahí se introducía la hierba, que luego se iba acomodando en el interior, donde se almacenaba la hierba todo el invierno, para luego ir echando día a día en los pesebres, la correspondiente ración que alimentaba a las vacas cuando el frío lo cubría todo y los prados donde se segó dormían bajo la nieve.
Así, cada verano, el ciclo se repetía: la siega, el transporte y el almacena-miento del heno para asegurar la supervivencia del ganado durante los meses más duros. El trabajo de aquellos días no solo garantizaba el alimento, sino que también fortalecía el vínculo entre la tierra, los animales y quienes la labraban. El pajar, repleto de hierba seca, se convertía en un símbolo de previsión y cuidado. Una muestra palpable de que el esfuerzo del presente aseguraba el bienestar del futuro.
Todo ese proceso, que requería días de esfuerzo y coordinación, ahora se hace desde un tractor. Un hombre, solo, sentado en una cabina con aire acondicionado y buena música, puede hacerlo todo en unas horas. El campo se sigue trabajando, sí, pero ya no es lo mismo. Se ha perdido algo que no se puede explicar, solo sentir…
Tiempo de siega:
Avanza junio, llega julio y en nada, estamos en San Cristóbal. Lo noto en el aire, en ese olor que empieza a desprender la hierba que se ha segado con la fresca cuando el sol aprieta menos… Oigo el silencio expectante de los prados, como si supieran que les llega la hora.
El campo parece aguardar, expectante, la llegada de las manos que lo transformarán. La brisa acaricia las loma…Se pasea por el amplio llano donde se asienta el pueblo de Valcabadillo, y trae consigo el aroma de la tierra mojada por la tormenta de la pasada tarde que fue… un visto y no visto. Huele a heno recién cortado en el valle de las fuentes... Es una estación de trabajo, sí, pero también de recuerdos y de vida que resurge.
Cada año, en este tiempo, vuelven a mí las imágenes de otros veranos: El sonido del dalle, la risa compartida, el cansancio que huele a satisfacción. Así, entre el presente y la memoria, San Cristóbal se convierte cada año en símbolo de un tiempo que se repite y sin embargo, nunca es igual.
Era entonces, justo en este tiempo, cuando empezaba el trabajo más serio del año y que hoy me traen a mí, recuerdos de una época vivida. Una época, en que todo lo hacíamos con las manos, con la paciencia que exige la tierra y con unos conocimientos que venían aprendidos de generación en generación. De esos padres y abuelos que nos enseñaron y que íbamos realizando con los consiguientes errores del principiante… Repetíamos los mismos gestos, una y otra vez, hasta hacerlos nuestros.
La siega de la hierba, era la primera faena dura que se realizaba. Comenzaba temprano, antes de que el sol subiera demasiado y después de habernos metido entre pecho y espalda unas copitas de orujo que se compró el martes en la tienda de Mensi o el Riojano, acompañado de una galletas Marías de la fábrica Fontaneda de Aguilar de Campoo.
Salíamos con el dalle bien afilado… Antes de cada jornada, mi padre, lo había golpeado una y otra vez a la sombra de la pared que da a la cuesta con un martillo especial sobre el yunque; picar el dalle se llamaba, para devolverle el filo como si le devolviéramos el alma. Luego, con la piedra de afilar, la pizarra, que llevábamos siempre metida en la” cachapa” a la cintura, le dábamos el último toque. Ese filo fino que cortaba la hierba como si fuera agua.
A cada paso, el suelo blando cedía bajo nuestros pies, y el esfuerzo de la siega se mezclaba con la belleza del amanecer. Entre el verde intenso de la hierba, las flores silvestres asomaban aquí y allá, salpicando el paisaje de colores vivos. El dalle, con ese filo que te podías casi afeitar la barba, avanzaba firme, y cada hoja cortada dejaba escapar un aroma dulzón que se mezclaba con la humedad de la mañana.
El trabajo se hacía más llevadero cuando tenías compañía. Compartiendo miradas cómplices y palabras animosas ibas avanzando paso a paso, mientras el sol, poco a poco, ganaba fuerza y disipaba el frío de la noche. Así, entre el canto de los pájaros y el susurro del viento que se paseaba por las copas de los centenarios robles, la jornada avanzaba dejando atrás, el sueño y despertando la vida del campo.
Cada uno de nosotros llevaba su propio paso, su propio ritmo. A veces, las risas y las bromas aligeraban la faena... otras veces, el silencio y el esfuerzo compartido unían nuestros espíritus. Así, con cada rima de movimientos, la hierba caía en hileras ordenadas, listas para el siguiente paso del trabajo.
Era una tarea dura, pero también llena de satisfacción. A media mañana, cuando el sol ya apretaba, era gratificante sentarse a la sombra de un gran roble de la majada a descansar y darle un repaso al trozo de pan con queso y la botella de aquel vinillo que se hacía, con las uvas del valle de las viñas le llamaban, que había que ser muy valiente para meterse entre pecho y espalda pero… que era lo que había.
Segar era un arte, una labor en la que participaba todo el cuerpo. El movimiento del dalle debía ser firme, pero fluido, como una danza entre hombre y esa pista de baile reflejada en el prado. La hierba caía en hileras ordenadas, que después esparcíamos con el mango del rastro, aireándola para que el sol hiciera su trabajo. Días después, cuando ya estaba seca, la arrastrábamos con cuidado, formando grandes montones que luego cargábamos en el carro.
El carro avanzaba lento y seguro por el prado, tirado por dos vacas tudancas de pelaje apardado, grisáceo, negro… y mirada serena. Eran animales fuertes y nobles, acostumbrados al trabajo desde su juventud. El yugo, perfectamente ajustado a sus robustos cuellos, era más que una herramienta; era el símbolo de una alianza entre los animales, el hombre y la tierra. No hacía falta darles muchas órdenes; ellas conocían el camino y el ritmo de la faena, como si la sabiduría de siglos les hubiera sido transmitida junto con el instinto. Y luego, al pajar.
Los pajares… aquellos almacenes de vida, tenían una abertura en lo alto de la pared muy cerca del alar del tejado; el bocarón se llamaba. Por ahí se introducía la hierba, que luego se iba acomodando en el interior, donde se almacenaba la hierba todo el invierno, para luego ir echando día a día en los pesebres, la correspondiente ración que alimentaba a las vacas cuando el frío lo cubría todo y los prados donde se segó dormían bajo la nieve.
Así, cada verano, el ciclo se repetía: la siega, el transporte y el almacena-miento del heno para asegurar la supervivencia del ganado durante los meses más duros. El trabajo de aquellos días no solo garantizaba el alimento, sino que también fortalecía el vínculo entre la tierra, los animales y quienes la labraban. El pajar, repleto de hierba seca, se convertía en un símbolo de previsión y cuidado. Una muestra palpable de que el esfuerzo del presente aseguraba el bienestar del futuro.
Todo ese proceso, que requería días de esfuerzo y coordinación, ahora se hace desde un tractor. Un hombre, solo, sentado en una cabina con aire acondicionado y buena música, puede hacerlo todo en unas horas. El campo se sigue trabajando, sí, pero ya no es lo mismo. Se ha perdido algo que no se puede explicar, solo sentir…