MIS RECUERDOS
En mi viaje por el pasado, evocando: recuerdos, costumbres rurales… y la autosuficiencia de antaño viene a mi memoria ese ambiente de vida sencilla, de aprovechamiento y respeto por los recursos y de una relación directa con la naturaleza que había en mi pueblo Valcabadillo.
Esos momentos, que aún permanecen en tu avejada cabeza y que forman parte de un pasado quizás ya lejano. Episodios de la vida que, uno tras otro, van tejiendo capítulo a capítulo la historia más o menos real, más o menos dura de cada persona que creció en un medio rural áspero, a veces mísero, pero siempre lleno de dignidad y coraje.
Cada recuerdo es como una piedra en el camino, una huella en la tierra seca, un testigo silencioso de jornadas largas y trabajos sin descanso. Son instantes que, pese al paso de los años, resisten al olvido: la risa compartida de tu amplia familia junto al fuego de la cocina, el frío de la escarcha en el valle de las fuente de aquellas madrugadas de antaño, el sabor del pan recién hecho que solo sabían hacer las madres de Valcabadillo, la tristeza de las pérdidas de cada familia, las alegría de las pequeñas victorias cotidianas…
…Se mataba un gocho en cada familia y había que apañarse con él para todo el año. Nada se desperdiciaba: cada parte del animal tenía su destino, y el ritual de la matanza era casi una fiesta, un punto de encuentro y trabajo compartido. Pero no solo de cerdo vivíamos; cuando la despensa empezaba a flaquear, tocaba salir al campo, lo mismo nos daba que fuera carne de vuelo que de pie firme…. Las pigazas así llamábamos en mi pueblo a las urracas—, los grajos, palomas, alguna perdiz despistada, alguna liebre que no aturó a salir a tiempo de la cama… Todo lo que el monte, las majadas de la Matilla y Valdecelasco ofrecían era bienvenido en la mesa.
… El recuerdo de las tardes de espera, de darle una y otra vez una vuelta a ese lazo que puse en esa sendas que una liebre ha abierto para desplazarse en el centeno de, las Gamoneras, Rozas, Velilla, Valdecarrín… Esas horas por las orillas del río Carrión con tu padre en esos helados días de enero a ver si empiezan a frezar las trucha y podías venir para casa con la cena, aunque tendrías que estar pendiente del guarda que vivía en Pino del Río. El frío en las manos, el silencio de las mimbrajeras junto al río, roto solo por el batir de alas de un grajo que durmió junto a la ribera y siente nuestra presencia como algo fuera de lugar. Era una vida de ingenio y paciencia, donde cada bocado tenía el sabor del esfuerzo y la gratitud.
Daba lo mismo… Lo que se cruzara en el camino, iba al puchero de barro de la abuela, que siempre estaba intentado reír a un lado de la hornacha, donde se atizaba con la leña cortada en los robles de Valdemejo o la Sesta Parte.
Siempre se oyó en el pueblo, aquel refrán tan famoso de pájaro que vuela a la cazuela... No importaba que la carne fuese dura, pues la cocina de la abuela la hacía sabrosa, sabrosa… Y aunque algún tendoncillo le pusiera resistencia al diente que, muchas veces ni existía, todo iba para adentro… Aunque hubiera que darle, más vueltas en la boca que la campana de la torre de la iglesia parroquial, en sus días de fiesta mayor… Se le aplicaba el refrán de, paja que no ahoga todo engorda y…” Palante”…
En mi viaje por el pasado, evocando: recuerdos, costumbres rurales… y la autosuficiencia de antaño viene a mi memoria ese ambiente de vida sencilla, de aprovechamiento y respeto por los recursos y de una relación directa con la naturaleza que había en mi pueblo Valcabadillo.
Esos momentos, que aún permanecen en tu avejada cabeza y que forman parte de un pasado quizás ya lejano. Episodios de la vida que, uno tras otro, van tejiendo capítulo a capítulo la historia más o menos real, más o menos dura de cada persona que creció en un medio rural áspero, a veces mísero, pero siempre lleno de dignidad y coraje.
Cada recuerdo es como una piedra en el camino, una huella en la tierra seca, un testigo silencioso de jornadas largas y trabajos sin descanso. Son instantes que, pese al paso de los años, resisten al olvido: la risa compartida de tu amplia familia junto al fuego de la cocina, el frío de la escarcha en el valle de las fuente de aquellas madrugadas de antaño, el sabor del pan recién hecho que solo sabían hacer las madres de Valcabadillo, la tristeza de las pérdidas de cada familia, las alegría de las pequeñas victorias cotidianas…
…Se mataba un gocho en cada familia y había que apañarse con él para todo el año. Nada se desperdiciaba: cada parte del animal tenía su destino, y el ritual de la matanza era casi una fiesta, un punto de encuentro y trabajo compartido. Pero no solo de cerdo vivíamos; cuando la despensa empezaba a flaquear, tocaba salir al campo, lo mismo nos daba que fuera carne de vuelo que de pie firme…. Las pigazas así llamábamos en mi pueblo a las urracas—, los grajos, palomas, alguna perdiz despistada, alguna liebre que no aturó a salir a tiempo de la cama… Todo lo que el monte, las majadas de la Matilla y Valdecelasco ofrecían era bienvenido en la mesa.
… El recuerdo de las tardes de espera, de darle una y otra vez una vuelta a ese lazo que puse en esa sendas que una liebre ha abierto para desplazarse en el centeno de, las Gamoneras, Rozas, Velilla, Valdecarrín… Esas horas por las orillas del río Carrión con tu padre en esos helados días de enero a ver si empiezan a frezar las trucha y podías venir para casa con la cena, aunque tendrías que estar pendiente del guarda que vivía en Pino del Río. El frío en las manos, el silencio de las mimbrajeras junto al río, roto solo por el batir de alas de un grajo que durmió junto a la ribera y siente nuestra presencia como algo fuera de lugar. Era una vida de ingenio y paciencia, donde cada bocado tenía el sabor del esfuerzo y la gratitud.
Daba lo mismo… Lo que se cruzara en el camino, iba al puchero de barro de la abuela, que siempre estaba intentado reír a un lado de la hornacha, donde se atizaba con la leña cortada en los robles de Valdemejo o la Sesta Parte.
Siempre se oyó en el pueblo, aquel refrán tan famoso de pájaro que vuela a la cazuela... No importaba que la carne fuese dura, pues la cocina de la abuela la hacía sabrosa, sabrosa… Y aunque algún tendoncillo le pusiera resistencia al diente que, muchas veces ni existía, todo iba para adentro… Aunque hubiera que darle, más vueltas en la boca que la campana de la torre de la iglesia parroquial, en sus días de fiesta mayor… Se le aplicaba el refrán de, paja que no ahoga todo engorda y…” Palante”…