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Te envío dos leyendas de Fuentes de Valdepero Sacadas del libro “En torno a Valdepero” Del escritor Pedro Sevylla de Juana El desvelado misterio de la Casa de las Ánimas La casa hacía esquina, y entregaba una pared a cada uno de los dos callejones que contribuía a formar, abiertos a la calle Rica por el ángulo. Recuerdo que cuando estaba en su ser -era yo un muchacho de pantalón corto- careciendo de zaguán, un portalón embaldosado de ladrillos recibía desde la calle a las visitas, y las llevaba cortés a la cocina, a la estufa tibia, a una cuadra en desuso y al patio. Se asentaban en el portal, del lado opuesto al pozo, los peldaños que subían a una panera -suficiente no siendo mansión de labradores- y a las cuatro alcobas. Moría la escalera iniciando un desván, al que no me permitieron subir por temor a que manchara de polvo mi trajecito azul de las fiestas. El pozo, tan profundo que era voz común la carencia de base que sirviera de asiento a las aguas, se perforó en tiempos remotos dentro de un cercado que daba acomodo a un palomar y a varias colmenas, populoso de romeros y otras plantas aromáticas. Al levantar la casa se valoró la utilidad del agua en su interior y los muros lo acogieron. Veinte metros de soga se tendían, que aparecía seca en toda su longitud hasta llegar a unos palmos de la herrada. Si caía algún objeto o se soltaba el caldero de su engarce, ni rebañadera ni garfios lo prendían. Por aquel entonces –cuarenta y tantos años hace- la “Casa de las Ánimas” estaba con frecuencia vacía; los habitantes, tal vez obreros de año en alguna labranza fuerte, se mudaban a los pocos meses de llegar. No sé muy bien si partían como resultado del cese en el trabajo, o si la causa de que abandonaran la labor provenía de hacerse insoportable la continuidad en aquella vivienda. Más esto último, si hemos de hacer caso a las habladurías. Un temor extremo habían de sentir para abandonar la secuencia de sus pasos, marchando tan aprisa y tan lejos. Fueran reales o supuestas las razones que los impulsaban, eran las sorprendidas desde su punto de observación, y ahí no podemos entrar. En cualquier caso se debe tener en cuenta que el sobrenombre de las Ánimas, indicativo de propiedad, no viene de un día o de un suspiro, sino que es el grito acumulado en decenas de lustros. Apelativo y reputación convocan olvidadas situaciones que, quiérase o no, influyen en la valoración de los acontecimientos. Pasado el tiempo, repetidos los recuerdos, acción y reacción se mezclan echándose una mano, y entonces resulta imposible distinguir la consecuencia de la causa. Ha sido práctica corriente en las familias, que a los chiquillos demandantes de sucedidos sorprendentes, acomodados alrededor de las brasas en las anochecidas invernales, los más dispuestos de los ancianos describieran el misterio de las ánimas que dan nombre a la casa. En el estallido de las tormentas, de sus paredes se escapaban borbotones de lamentos; quejidos de quien ha gastado toda esperanza, clamor de almas en pena que arrastran los pesados fierros de su despiadado destino. Otros dos prodigios asegurábanse la permanencia en la frágil retentiva de los abuelos. Del penetrante pozo -brocal oculto tras la puerta de entrada- a veces surgía un agua clara y fresca que inundaba el portal, la cocina, la pequeña cuadra y el corral donde se criaban gallinas y conejos; salía a la calle por el albañal e iniciando una corriente mínima alcanzaba las malvarreales del callejón, para emprender desde allí la marcha, convertido ya en improvisado arroyuelo, y enviar su flujo calle Rica abajo al Corral del Ganado, saciando en aquel punto la sed del guarizo. Del conducto utilizado para enrojar la estufa, boca abierta en el portal a tres palmos bajo el suelo, en ocasiones coincidentes o no con las del rebose del pozo, escapaban el fuego y el humo con peligro cierto para las personas y las cosas. Llamaradas sorprendentes y humareda que ocupaba los dos callejones, cubriendo de hollín los muebles y las ropas, ahumando las enjalbegadas paredes a la manera del curado de la matanza. Al parecer, con una periodicidad imprecisa, se percibía en la hornacha la agitación de dos cuerpos sumidos en el fragor de la lucha, formados por las cambiantes pinceladas de unas llamas azules y blancas, amarillas y rojas; cabeza, tronco y extremidades de dos personas enfrentadas en la corriente ígnea. Se presentían dos cuerpos desleídos en el agua somera del pozo, que se aborrecían según opinión de los menos, o se amaban, en el decir de los más. Y si la visión venía acompañada de indefinidos sones, se escuchaban entonces las quejas de quienes penan disueltos en el vivo fuego, escondidos en el terso líquido. Volví, no hace aún diez años, en Valdepero, al lugar exacto, territorio delimitado por las dos callejas sin salida. De lo que fue la “Casa de las Ánimas” quedaba en pie el metro y medio de pedregoso muro, base sólida del conglomerado de tierra, paja y cantos -conocido por el nombre de tapial- que elevaba la pared hasta la altura de un piso sobre la planta baja. En el suelo yacían tabiques enyesados, vigas de resistente leño, tablas y tejas que antaño culminaban un conjunto firmemente erguido. Arrancadas de su engarce las fallebas, idos con ellas los contrafuertes de tabla y rotos los vidrios por unos muchachos que precisaban blancos para probar su tino; los moderados huecos de los antiguos ventanales permanecían cuadriculados por las vetustas rejas, íntegras, salvo por un ligero orín que las cubría. Miré interesado hacia el fondo del saco que forma el callejón izquierdo, y allí estaba el viejo Severino, sedente en el deslucido sillón de mimbre, a la puerta abierta de su casa. Tutelaba el lento crecer de las malvarreales, y el sueño intermitente del asno compañero. Desde su puesto de vigía divisaba el mundo, lugar mínimo donde la calle Rica se dobla para ir al encuentro de la calle Mayor. Casi doscientos años llevaba esperando los acontecimientos, siendo testigo del viento desgarrado que aúlla, que brama, que bufa; del granizo que golpea insistente el caldero puesto a recoger agualluvia bajo el canalón, del suave descenso de la nieve mansa, de los beneficiosos efectos de los tibios rayos de sol sobre los huesos dolientes, de los equívocos provocados por la pálida luna. Inició la actividad su bisabuelo, y la hizo llegar hasta él a través de los varones; vigilantes todos ellos de los diarios sucesos desde mil ochocientos veintiocho, el año preciso en que se reabrió la mina de plata, un montón informe de tierras profundas abandonado en la orilla izquierda del camino que va a Villagimena. Casi dos siglos de continuidad en el nombre, en el testimonio y en la narración. Alguien que toma nota mental de lo que ocurre diez, veinte, treinta metros a lo largo o a lo ancho; enmudeciendo si nadie se decide a preguntar; explayándose, exhibiendo sus conocimientos complacido si alguien se interesa. Metido yo de lleno en los menesteres de relatar pasados acontecimientos, creí conveniente dirigirme al depósito mismo de la memoria, el anciano testigo del desigual acontecer. Sin embargo, por no dejar ayudas ocultas, quise escudriñar antes la verdad de las ruinas ganadas por las plantas silvestres; pues si había en ellas alguna traza, de no mediar un curioso investigador se iba a echar a perder como carne sin salmuera. Escarbé en el montón de escombros y, a más de cascotes y tejas quebradas, nada encontré que pudiera dar pistas o marcar caminos, a no ser una veleta, remate de una cúpula de hierro, oxidada sobre el negro del humo. Entonces sí, portando en la mano la férrea pieza, y mostrándola a guisa de asidero de la charla, me acerqué a Severino, informador que por resultarle indiferentes los oscuros sucesos no iba a eludir su evocación. Dos almas dedicadas al ejercicio de su penitencia según él presume, dueñas de los tornadizos rostros vislumbrados -agua y fuego- y de los tristísimos lamentos, gritos y susurros escuchados. Espíritus desgajados de los cuerpos de dos hermanos mozos, muertos violentamente -mil ochocientos veintiocho- en circunstancias trágicas. Intérpretes ambos de una pasión desbordada, que penan en la casa como otros lo hacen en cualquiera de los siete círculos del infierno o en las no menos estremecedoras elipses del purgatorio; lamentando sus yerros, gimiendo y quejándose en las noches de tormenta, cuando el agua brota espontánea y el fuego ocupa las habitaciones. Dos hermanos, braceros del campo carentes de tierras propias, sembradores de trigo, centeno y morcajo; cazadores de liebres y perdices, vencedores ambos del tiro de la soga y del recto surco del arado romano. Ramas de un tronco común y savia compartida, pajarillos habitantes de un mismo nido cálido, nudos de una escala única, competían los hermanos con todos los demás en juegos y ejercicios; ganando a los niños, después a los muchachos cuando ellos lo fueron, y a los mozos de su edad y aún mayores llegado el caso. Mas entre ambos se asentó la paridad cediéndose el uno al otro la victoria. Acerca de la belleza de la hiladora, de su candor, de su espontaneidad y de su gracia, se puede hablar sin objeciones; y así la ve Ángel, el menor de los hermanos. Pero sucede, además, que la devanadora es pulcra, abnegada, de ánimo fuerte y decidida a la hora de las resoluciones; y de ese modo la ve Alejandro. Se llama Valentina, a imitación de una abuela o de una tía paterna. Son los dos hermanos distintos de una diversidad tangible, altos los dos, los dos fuertes, nobles y emprendedores. Ángel posee un carácter plácido, valiente, equilibrado, audaz, conciliador; y sueña con un valle verde de pastos, fresco en el verano, resguardado en la estación fría, salpicado de vivos arroyos y de esponjosas ovejas. Alejandro, afable, apasionado, abierto, impetuoso; imagina sementeras alargadas y cosechas abundantes. Valentina y los hermanos crecen juntos. Juegan en el callejón de ella, más diáfano; se esconden en el otro, donde el viejo Severino monta guardia, más oscuro. La chiquilla está siendo educada a su albedrío, gusta por ello de la libertad y es, para su edad, madura. Dos trenzas rubias, agitándose al correr, la distinguen de las muchachas morenas; rubios tirabuzones la hacen diferente de sus atezadas amigas, suaves bucles de oro, guedejas sobre su frente rosada. Los dos muchachos, cuatro y seis años mayores que ella, cada uno a su manera, la quieren -Serás mi novia, mi amada, mi sensatez, mi pensamiento, mi punto de partida -dice Ángel. -Te casarás conmigo y serás la señora de la hacienda -asegura Alejandro. -No os dais cuenta, ¡soy una niña! -Te esperaré, haré un hueco para ti entre mis brazos, asentaré mientras el edén en Vallelpozo -promete el menor. -Corre, salta, apresúrate a crecer, camina en línea recta, sigue los atajos, -anima el otro. Y crece perfilándose una espléndida joven que todas las demás copian. Pelo largo ella, y todas pelo largo. Vestido de cuadrillos y todas vestido de cuadrillos. Se corta el pelo, y la peinadora no da tregua a las tijeras; trenzas, melenas, como espigas en agosto. El interés de los hermanos aparta a los otros, que se limitan a mirarla de soslayo sin atreverse a más. La sutileza de sus formas declina sustituida por la precisión, evidenciando a la mujer inicial; y de las labores del hogar aprendidas de su madre, hacendosa, pasa a usar la rueca para conseguir los hilos tenaces y los delicados, que habrán de hacerse bayetas burdas o suaves y cálidas mantas en las fábricas de Amusco y Palencia. Nació Valentina de un matrimonio desparejo –una muchacha de carácter, maestra de escuela en ciernes, y un joven pastor de bella estampa y corazón noble -llevado a cabo contra la voluntad del abuelo materno, labrador de dos pares de mulas que rompió cualquier vínculo con los nuevos esposos. Educa su madre a Valentina teniendo en cuenta las virtudes y defectos de su propio estímulo, un amor cazado a lazo, montado al galope, e intenta unos días que no fije sus ojos en menestrales, y otros quisiera repetir la experiencia. Así que la muchacha está desconcertada y no sabe que partido es su partido: bella y fina tentación, flor en pedregal, capullo entre espinas, brote en medio del desierto. Hay situaciones que se explican por sí solas, de otras no existe fácil interpretación y se especula. Tiene a los hermanos un cariño que la edad acerca peligrosamente al amor, y ama a ambos porque son distintos; se desvive por la mezcla resultante, fundidas las bondades en un crisol de caracteres: fuerte y suave, soñador y práctico, erguido y flexible. Da a los dos muestras de afecto, a los dos da señales de indiferencia, y siempre por los mismos motivos. Así, un día, palabras tiernas, incluso un ligero beso acepta tirado al aire y recogido con fruición, una leve caricia prolongada. Y al siguiente, iluminándose de pronto, recuerda algunos dictados de su madre y es arisca. Los sentimientos llanos de los hombres no saben distinguir la causa de cambios tan acusados, de conducta tan mutable. Cuando Valentina se encuentra a solas con Ángel, tiene miedo de las palabras que llegan a sus oídos; cálidas como vedijas de lana en las madrugadas invernizas, conmovedoras como los sermones del predicador forastero que viene por la fiesta. Se siente a gusto con el muchacho y daría al tiempo lo que pidiera por detenerse, por quedarse quieto al remanso del frutal cercado o del palomar de arrullos. Si Valentina está con Alejandro a solas, sabe a que atenerse. Ha de estar al lado y separada de él, lo suficiente de cada postura. Se siente protegida por los brazos fuertes, por el pecho hirsuto, por los latidos poderosos del noble corazón; y se advierte combatida por las mismas defensas. Cuando pasean juntos desea la muchacha que las tardes agonicen lánguidas, con la morosidad de las ovejas al regreso del pasto. Sabe Valentina que ha de esperar todavía un tiempo prolongado. Su madre lo afirma y ella lo repite: “Aún soy una niña”. Anteayer jugó a la campana en las aceras de la calle Mayor, a la comba en el Corro y al escondite en las bodegas; esta mañana, sin ir más lejos, estuvo ordenando sus muñecas. Pero ha cumplido dieciséis años y trabaja en el taller de hilado. Dicen que cardando lana se aprende mucho de la vida, que las conversaciones llegan lejos; sin embargo, no van más allá de la cuestión eterna de la mujer y el hombre: bocado y hambre, estopa y fuego. Sale al camino que lleva a la mina, por si los hermanos vienen; ni el menor ni el mayor, ambos. Y cuando uno pregunta ¿me quieres?, ella responde, os quiero. Hay que dar tiempo al tiempo. Sus labios, sus manos, qué distintas; su manera de ser, qué diferente. Teme más a Ángel, se teme a sí misma más con Alejandro, porque lo que dicen y la manera de decirlo se le meten muy dentro, donde los recuerdos se adormilan; y luego, en la noche, despiertan y ocurre lo que le da miedo que ocurra, lo que su madre advierte. El contacto de la piel, qué misterioso efecto. Una mano de ellos en su mano, en su brazo, en su cuello, en su mejilla; qué ardiente brasa. Los labios en sus labios, en la frente, cerrando sus párpados; qué devastadores. Van al monte a buscar manzanilla o a por agua a la fuente de la Atalaya, y la suben cuatro brazos a lo alto sobre los aguaderos y el asno. Tan mayores y, sin embargo, necesitan la respuesta de una niña, esperan la reacción de su recado. -¿Me prefieres a mí? -Os prefiero a vosotros dos entre todos los mozos, tanto del pueblo como forasteros. No les basta, quieren que la definición divida y se concrete; y para demostrar que son distintos entran en habitual disputa, trabajos del campo y trato en el hogar. Rivalidad de extraños enfrentados, mostrada entre hermanos que se aman a raudales y darían al otro la vida propia si le fuera precisa. Su unión se resquebraja, y da comienzo la interminable pugna que busca establecer un ganador. Nace el ignorado egoísmo y cada uno ansía quedar por encima y dominar más campo. Reabierta en aquel año la antigua mina de plata, la fantasía de los soñadores adquiere su máximo grado de ilusión. Además de los cultivos ajenos, del cuidado de los animales, queriendo hacer fortuna para ser de la moza preferidos -el mayor primero, el pequeño unos días después- se inscriben como picadores ocupándose en abrir a la tierra sus entrañas. Caída la tarde y hasta entrada la noche, aguijonean, cavan, horadan; buscan el filón, la veta que les haga ricos -a uno más que a otro- para ofrecerle a la moza, el más afortunado, el milagro que prefiera: las estrellas frías, la atemperada luna o el ardiente sol. Los días festivos del invierno el campo reclama pocos cuidados, la mina da descanso a los que hurgan y, a primera hora, los hijos echan una mano en casa, empleados en trabajos domésticos que entran en la jurisdicción de los varones. El fatídico domingo los padres salen de buena mañana con un saco y un canasto; sin duda tratan de recoger mielgas y amapolas para alimentar a los conejos. Más tarde será el tiempo del aseo y de la muda de ropa, después vendrá el ir a misa y el ver a Valentina en el atrio. Antes, la ligera tarea encomendada. Sirviéndose de la manteca del cerdo, lubrica Alejandro el ingenioso mecanismo que cubre la chimenea –veleta dueña de la voluntad de una chapa dependiente, encargada de orientar la salida del humo a remanso del viento cuya dirección señala- y en cuanto logra el muchacho un giro sin trabas al solo empuje de su soplo, se dispone a enrojar la estufa con sarmientos y paja de trigo. Ángel, entre tanto, saca agua del pozo con la que ha de llenar la pila del ganado, los cántaros y la artesa. Mientras el caldero sube o baja silba una canción de enamorado. Es un cantar de amor que exacerba a su hermano, al recordarle a una Valentina propicia tanto a sus requiebros como a los del competidor. Un puñado de paja arrojado con rabia a las llamas marca el comienzo de la violencia. Alejandro se yergue con un impulso de resorte, sorprendiendo a su hermano que cesa de silbar y libera la cuerda. El pesado caldero se desploma, raso de agua, ya casi a la vista. Se desliza vertiginosa la maroma detrás de la herrada, a la manera rauda que tiene el cuerpo de seguir a la cabeza. Dada la fuerza que el colmado recipiente alcanza en su caída, un nudo hecho al cabo para que se atranque en la polea y no se pierda, es aplastado por la férrea y estrecha embocadura, y entera pasa la soga cayendo al pozo de manera inexorable. Sin armas, que las hay y muy temibles: una garia de punzantes guinchos, una hoz bien afilada, la azada y el atizador de hierro, rojizo del fuego que le incendia. Se desconocen enfrentados, se saben sólo de sus juegos, de sus peleas fingidas resueltas siempre en tablas. Los puntos fuertes del otro advierten en el primer tanteo; se pulsan, se miden, se tasan, felinos cazadores acechándose. Como caballos alzados muestran los retadores cascos, como toros ofrecen enemiga la testuz. Mueven lentamente las manos desnudas, dibujando un círculo que busca la atención del contrario. Los pies cambian de lugar milímetro a milímetro, iniciando un rito guerrero que tiene por objeto distraer al oponente, entregar información errónea, ganar el tiempo preciso para establecer la táctica. Ya madura el rencor: la callada queja se hace acerba inquina, la amargura atropella el discurso de la sangre, la rabia enturbia el claror de la mirada y todo empuja al desagravio. Toman contacto, se asen dedos contra dedos doblando en arco inverosímil las palmas; se escurren como peces, resbalan, van hacia las ropas, hacen presa de los pliegues, el cinto encuentran, alternan el izado de los cuerpos en inestable equilibrio, caen al suelo sobre los ladrillos encerados, ruedan; ya son un tronco unido que va de pared a pared, ya se parten por el centro; ora Ángel es superior, ora está debajo y es Alejandro el que domina. Hacia el hogar giran donde el fuego hierve en llamaradas. La espalda de Ángel y su cabeza se someten al calor insoportable, y un alarido desgarrado escapa de la garganta. Lo oye Alejandro y afloja el abrazo, el envite, el empujón; dolido en la carne de su hermano que es su propia carne. A instancias de Ángel gira el torbellino de sus cuerpos hacia el centro del portal, y allí se levantan a medias, con dificultad se yerguen. Abrazados como están y de rodillas, las puñadas van al estómago cuando se libran por un instante de la prisión de los brazos oponentes. Ángel alcanza una ceja de Alejandro con la mano apretada en la que ha concentrado toda su energía, toda su búsqueda de victoria; y la sangre brota, derramándose en cascada sobre el ojo que se cierra en defensa refleja. Ángel, quizá compadecido porque ve la sangre suya salir de la herida de su hermano, cede y con un pañuelo sucio de sudores, de un apresurado revés que es caricia delicada, limpia la brecha que queda, rojiza y blanca, abierta a la intemperie. Y otra vez los golpes, y otra vez la rabia, y otra vez Valentina elevada a lo alto como premio; de nuevo la indagación de la debilidad del otro para ponerla de su lado. Ya de pie, las piernas afianzan trabas, quieren tumbar la vertical y dominarla, dar en tierra con el hermano y derrotarlo. Pero no se ve un campeón, no se vislumbra una flaqueza, y los intentos de derribo, las patadas que hierran y las que alcanzan, los van llevando hasta el brocal al que se acercan con tal ímpetu que nada los detiene. Quedan peligrosamente doblados sobre el círculo de piedra que remata el profundo agujero. Por un instante se intuye un vaivén imperceptible entre la mitad que asoma al hueco y la mitad que cuelga fuera; en ese tiempo ínfimo Ángel se hermana más si cabe al cuerpo de su hermano, y Alejandro trata de soltarse y de soltarlo, mientras la polea, sin soga que la fije, bambolea lentamente con un áspero chirrido. Ángel muda el intento y Alejandro se unifica; si soltara uno el otro podría aprovechar la desventaja, y no hay posible acuerdo a estas alturas, han ido ya muy lejos. El pozo abre su angosta garganta deseando admitirlos, viajeros de su alargado y oscuro camino sin retorno. En el último momento parece que hay arreglo, se distienden los miembros, los cuerpos se liberan y los brazos agitan toda su potencia para llevar las manos a cercanos asideros que sujeten el peso. Las piedras húmedas son jabón, son sebo, son grasa de los ejes; y resbalan los dedos, las uñas no penetran, no hay entrantes blandos ni salientes sólidos. Los troncos siguen de cerca a las cabezas y las piernas, solidarias, llevan a los pies tras el principal del cuerpo. Caen separados, cada uno convertido de nuevo en sí mismo, diferenciado del otro, y sin embargo jamás tuvieron tanto deseo de unidad. Alejandro va primero, Ángel ha perdido milésimas de segundo en el desesperado roce con la pared, en choques sucesivos que le envían de un lado al otro lado, piedra primero, después tierra, roca nuevamente, arcilla humedecida. Caen como un sueño lento y pesado que va cerrando párpados, apretándolos para que la luz se quede fuera, para que la oscuridad invada el cerebro y la inconsciencia expulse los dolores. Alejandro baja, desciende su cuerpo ingrávido, lentamente se desliza como una pluma frenada por el viento, deseoso de horizontes próximos, de distancias pequeñas y de capas alternas de aire frío y cálido. Ve su vida representada en la arqueada superficie que va dejando atrás con exagerada parsimonia; entiende pasado, futuro y presente con igual nitidez, como en un lejano cielo sin nubes, a modo de telón oscuro que las estrellas marcan. Parece que espera en su caída a quien viene detrás, cayendo, apreciando los actos todos de su vida bosquejados, figurados en la pared ante la que discurre su vertiginoso descenso, dotado de la celeridad del acero puntiagudo, de la saeta que busca abajo al objetivo y acelera su marcha para lograrlo cuanto antes. Parece que desea alcanzar al hermano que le espera suspendido en el aire, flotando, para fundirse con él en un abrazo final. Y a pesar de la eternidad de que disponen y de los confluentes deseos, no se encuentran. Sus gritos, ayes y lamentos, salen del pozo por el brocal, alcanzan la calle a través de la puerta entreabierta, llegan al fondo del callejón donde Severino toma nota mental de lo ocurrido y retornan a la casa alcanzando las habitaciones de arriba. Alaridos, quejas y sollozos quedan adheridos al techo y las paredes; se apropian de los silencios, de la tranquila convivencia de los habitantes sucesivos, y prometen permanecer allí mientras la casa eleve piedra sobre piedra. Corriendo el riesgo de romper los mitos propiedad de pasadas generaciones, y de quebrar el derecho a ellos de las venideras; cuajado de dudas sobre lo legítimo del acto, en nombre de la verdad que se explica a sí misma, me dispuse a indagar en el misterio de las voces, de los alaridos; en el enigma de la mudada dirección de humo y fuego del hogar, y en la incógnita del agua del pozo que rebosa, inundando las estancias de la planta baja, el alcorque de las malvarreales, la calle Rica y el Corral del Ganado. No procedían los quejidos de las llamas, ni de los borbotones del agua o del fondo del pozo; no procedían del centro de la tierra ni de lo alto del cielo; pero al común de los mortales no le vale la explicación más lógica, la del viento abriendo sus entrañas en la afilada esquina de la casa que daba dos paredes a los callejones, en la veleta que coronaba la chimenea. No, la gente quiere más, desea llegar todo lo lejos que sea posible, alcanzar alturas o profundidades misteriosas. Por eso la fábula extendida. Sin embargo, el viento produce en las cuerdas vocales la palabra y la música en las flautas. El efecto de la humareda cesó en los largos intervalos en que la casa estuvo deshabitada y, definitivamente, cuando derribada la chimenea por el abandono se inició la ruina de la casa. Sospechaba yo de la metálica pieza recogida en los escombros, dando por sentado que su rara estructura encubría la lógica de varias explicaciones. La formaba un anclaje de cuatro patas, prolongación de la chimenea sobre la que siempre estuvo, y el ingenioso mecanismo movido por la veleta. Tratábase ésta de una flecha unida en su giro a una incompleta corona de chapa, capaz de obstruir la entrada del viento; de forma que si mudaba éste, giraba ella, y el humo salía siempre a remanso por el hueco posterior. Es de imaginar que el ancho decreciente de la angostura, obligaba al aire a acelerar su paso, imitando acaso los sones humanos de queja y lamento. Y lo que es más importante, falto de cuidados el dispositivo -limpieza y engrase resueltos por el mayor de los hermanos- resulta natural que se oxidara. Supongo que la herrumbre lo soldó en una posición estable que señalaba perpetuamente el Sur; quedando en tal caso el flanco Norte abierto a las corrientes. Por eso cuando soplaba el Cierzo -lo que es frecuente en el lugar- entraba a saco por la chimenea, empujando primero el humo y después las llamaradas hacia su lugar de origen, proporcionándoles salida impropia: portal, alcobas, ventanas y ambos callejones. Alcanzado este punto, sólo el fenómeno del agua surgida del pozo quedaba sin explicación. Aseguraban los vecinos que a pesar de estar cubierto el brocal con una losa, el agua seguía fluyendo si las tormentas liberaban fuertes lluvias. Dadas las referidas circunstancias, siguiendo el impulso de una corazonada, acudí en Palencia al organismo que se encarga de los estudios del terreno. Son calizas las laderas del páramo -yeseras hay como prueba fehaciente- y están formadas por dolinas que filtran gota a gota el agua. En algunos casos y con el apoyo del sosegado discurrir del tiempo, cuando en el interior se disuelve la caliza, se desploma una reducida superficie descubriéndose un hoyo, una sima pequeña. Sumidero que actúa como albañal, los días oscuros en que las tormentas traen abundantes chaparrones y dan lugar a un torrente subterráneo. Dos capas impermeables de lo que llaman los campesinos, peña; separadas por tres metros de greda y arenisca -lo sabían bien quienes excavaron las amplias bodegas, imposibles en los pueblos colindantes- propician la formación del conducto estanco, que convenientemente lleno de las aguas de tormenta, convierten al profundo pozo en artesiano, es decir, en momentáneo surtidor. Halladas las razones expuestas, que asumen el rechazo de los que prefieren a la imaginación libre de cortapisas, antes de partir eché una ojeada al callejón. Allí seguía el viejo Severino, vistiendo su raído traje de estameña, chaleco abotonado y tensas presillas; tocado con una gorra gris de visera que ocultaba un cabello ralo. Permanecía el anciano pensativo en su sillón de mimbre, a la puerta abierta que su morada descubre al callejón dándole paso, al lado mismo de las crecidas malvarreales y del burro compañero. Observaba el ir y venir de las personas por la calle Rica, intuyendo que en su recorrido alcanzaban la calle Mayor y el arco que inicia el Arrabal, para tomar los caminos que recorren el país y el mundo. Casi doscientos años lleva, alargado en tres generaciones, siendo testigo y explayándose a gusto con aquel que se decide a preguntar. *** Navajas A poco más de la media noche, los agosteros, movidos por un muelle interno, se alzaban de los camastros. Cruzaron al momento las mulas unas calles desiertas que van a las eras; moderado, medido, se oyó seco el acompasado ruido de los cascos. En la noche prieta traquetearon los carros siguiendo unos caminos cruzados de magulladuras, obra del agua atormentada y del trajín de las ruedas de hierro. Entre dos luces las arrancadoras bostezaban con los ojos ciegos, buscando a tientas la palangana mediada de agua para sus abluciones. Humo salía de las chimeneas que al contraluz se elevó sereno, calmo; las mujeres prendían fuego en los hogares a la chamada de leña iniciando el día interminable. Descargado el primer viaje, sobre el carro para no perder tiempo, a esa hora temprana mordisquearon los hombres la raja de tocino y el coscorito, dando el primer tiento a la bota. En el interior recio de los chozos de piedra de los corrales -llanura del páramo- vestidos durmieron los pastores en colchón de nías, y antes del alba desayunaron unas sopas de leche recién ordeñada, recibida de la ubre misma en cuerno de vaca o en escudilla de madera. Quejábanse de su encierro las ovejas con insistentes balidos, y puestas en pie, impacientes, arremetían contra las compañeras. Deseosos de aprovechar el avance de la siega que empuja la caza y la arrincona, madrugaron también los cazadores; les esperaban los resecos montes, los valles verdes, las calizas laderas. Recostados en las lindes, rendidos sus cuerpos, los segadores rumiaron un zaraballo de pan moreno, a la espera de la señal que los pusiera, encorvados, en el duro tajo. De modo que al encaramarse el sol a las encinas del monte, y orientar desde allí sus rayos al pueblo, el campo era un hervidero de gente dispuesta. De una voz fuerte, cargada de indignación, se pasó a los apóstrofes, a las interjecciones, a las blasfemias, a los gritos; y desde ellos se llegó a las manos, a los pies, a la cabeza. A baladros la emprendieron, a insultos, a acusaciones mutuas. El sol calentaba lo suyo ya en el nacimiento, refulgente y enceguecedor; señor de un cielo sin nubes que lo hicieran de menos. Se ha ido inflamando la mañana, sumando rojos tizones a la sangrante hoguera, que cruza lo alto y no tardará en alcanzar la vertical del medio día. Quienes barruntan las mutaciones meteorológicas, debido a alguna lesión antigua o a la metódica observación, auguran una tarde de tormenta. Lo que comenzó siendo asunto de dos, se ha hecho pleito común de cuantos rondaban por las inmediaciones, viendo u oyendo lo que acontecía. A puñadas se acometen, a sopapos, a empellones. Mas el hecho originario de la desavenencia permanece inalterado, bien visible. Al parecer, entraron las ovejas en sembrado de cebada, y comieron múltiples cabezas de la orilla; podían verse todavía los pajones acéfalos, junto al destrozo de espigas secas abatidas contra el suelo, obra, sin duda, de los animales, de sus patas inquietas, de sus voraces dentelladas. En suma un cuarterón de grano y un real de vellón de desarreglo, treinta y cuatro maravedises de contante; ¿y por tan poca monta se organiza una trifulca que pone en peligro la integridad de los partícipes? Lo que pasa es que llueve sobre mojado y los labradores se la tienen jurada a los pastores. Lo que ocurre es que los cazadores no respetan lo ajeno, y cruzan los cultivos y los pastos haciendo sendero serpeante, y tanto labriegos como zagales les tienen ganas. Espantan la caza los segadores en su lento avance, aseguran los cazadores; aunque en esas circunstancias, ojo avizor, aprovechan los tiros como nunca. Desposeídos de sensatez sus reproches, acusan a los segadores de procurar la progresión de rastrojos que dejan a las piezas sin resguardo. Perdices, codornices, torcaces, liebres y conejos han de buscar arroyos o linderas pobladas de zarzas, si es que no abandonan el lugar desprotegido. Los desarraigados segadores -forasteros atraídos por una ración de pan de tres onzas escasas, media libra de carne y un tercio de azumbre de vino, a más de un real de plata por jornada de corte- se ponen del lado de quien los paga y abandonan su desasosiego en la pelea. Los pastores quisieran romper a garrotazos los límites que levantan a sus pies, a las torpes pezuñas del ganado; y aunque el pago de Villazalama sea el sitio menos oportuno, dada la abundancia de yerba, memoria tienen de épocas y lugares ingratos. Los hortelanos aprovechan la ocasión de castigar a los pastores que rompen con su rebaño -si no éstos, otros de la misma calaña- las presas. Los de Husillos buscan resarcirse de las afrentas recibidas durante siglos de los de Valdepero, y éstos de los otros. Y los aprendices de bandolero encuentran en el lance oportunidad de curtirse. Las dos mitades del mundo se encaran en la pradera. Lo que sucede es que todos se duelen de un destino duro que no les da ocasión de levantarse contra nada, ni de elevar quejas a un cielo dotado de oídos reiteradamente sordos. Con esa hechura, el fabulador que da cuerpo y alma a la historia, se imagina la reyerta; y sabiendo que pudo suceder conforme a lo pensado o de manera aproximada, busca intervenir en pasadas épocas, recreándolas. Mas pone sobre aviso a los lectores acerca de su invención, y asegura que sin dar por probados los hechos, a la vista de las indagaciones previas, bien pudieran haber sucedido a la manera del cuento. Suspendieron transitoriamente su exhaustiva actividad los consumeros del fielato, cuando los soldados salieron de Palencia por la puerta de Monzón. Algunos habían formado parte de la guardia nocturna, otros estuvieron de francachela, pero todos cabalgaban erguidos, marciales. Dando escolta a dos carromatos tirados por mulos, partida en dos, avanzaba la columna con premura, sin descomponerse ni un ápice. Los seguían, al margen, dos oficiales de vistoso uniforme cerrando la marcha. Palencia posee el encanto de un comercio bien surtido, y de unas calles abiertas a lo extraño; gentes se ven por ellas de muy variadas cataduras. A mayores, los asuntos oficiales, que causan gran respeto a quienes poca formación y mundo alcanzan, en Palencia, sin remisión posible, han de resolverse. Dista Valdepero una legua de Palencia, y alrededor de media de los pueblos linderos entre los que descuella en población y territorio, por lo que suelen sus naturales ufanarse ante los forasteros de un cierto imperio injustificado. Las más de sus familias viven de la labranza, sacando un provecho añadido a los rebaños de ovejas. El pastoreo ocupa no sólo a rabadanes y a los que cinchan queso, sino también a quienes cardan la lana e hilan al pulgar, a más de aquellos que portan madejas hasta los telares de Palencia y Amusco o elaboran en el pueblo estameñas. De ordinario se relacionan sus gentes con las de Villalobón debido a la proximidad y a lo liso del terreno, amén de por ser dueñas de las mejores tierras del término vecino, las cercanas al arroyo Mayor. El camino real que desde Palencia lleva a Santander -transitan por él diligencias y valijeros- une a Valdepero con Monzón; y cualquier labrador puede, en una mañana, llevar trigo en grano a la fábrica de harinas y volverlo molido. Las llanadas de Valdepero, Monzón de Campos y Husillos, están sitúadas en distintos planos -Valdepero arriba- y unidas por un desnivel brusco que convierte en cansado el paseo que los separa. A pesar de ello un diario ajetreo se empeña en enlazarlos. Haciéndose raya natural entre Husillos y Valdepero -un fragmento exiguo al pie de las laderas- discurre plácidamente el río Carrión. Traza una hoz abierta, por donde el agua se desliza sosegada, y las lavanderas, quienes buscan un higiénico remojón o persiguen la pesca de barbos, tencas, cangrejos y truchas, desde Valdepero acuden a la hoz. Baja por allí la senda de Vallejo, una de las tres vías que unen ambas villas, la más ventajosa debido a que su pendiente es poco inclinada; y al encontrarse con el río lo bordea hasta alcanzar el camino que baja por la Cuesta, el más corto de todos y el de mayor peligro, pues dado lo abrupto del terreno y lo estrecho del carril, no resulta raro que caballerías y carruajes se despeñen. Por no hablar de la ordinaria presencia de bandoleros, dispuestos a suavizar la carga de los transeúntes. Sucede que a la distancia de una voz de la senda, ocultas a la vista, existen unas covachas sumidas en la humedad y lo oscuro, viviendas de quienes no tienen otra: desheredados, malhechores perseguidos por la justicia y algún eremita. Un poco más al mediodía, cerrando con su presencia cárcavos considerables -maravilla labrada por la naturaleza indómita, desfiladeros que apenas puede traspasar un asno- baja el camino conocido como de Villazalama, por unir con tal pago a Fuentes y a Husillos. Avanza esta tercera vía unas doscientas varas hasta encontrarse con las otras dos, y la recorren, principalmente, pastores guiando rebaños. A partir del punto de unión, hecho ya camino único de veinte pies de firme, se dirige a la embocadura del puente que cruza el río a la entrada misma de Husillos. Señorío éste cuya iglesia fue en tiempos abadía afamada y poderosa colegiata. Las laderas que dificultan las relaciones entre los habitantes de Valdepero y Husillos aparecen salpicadas de endrinos, acederas, carambucos y plantas aromáticas: romero, espliego, manzanilla; y las cubre una hierba recia muy apropiada para el pastoreo. Pastura que en el pago de Villazalama es comuniega y disfrutada con iguales derechos por los ganados de Valdepero y Husillos. Una abundante fauna de conejos, algún que otro zorro, y el huidizo lobo, a más de los volátiles, dueños de un cielo azul, tiran de los cazadores con fuerza; y es frecuente verlos, ojo avizor, recorrer los senderos de cabras flanqueados por galgos. Sabino y Tirso, zagales de Valdepero y Husillos respectivamente; mozalbetes que presumen de bozo y de una sombra de barba que les oscurece el mentón, están hechos a pastorear sus rebaños desde niños. Se encuentran ambos con frecuencia en los pastos de Villazalama y -hablando de lo suyo y de lo ajeno, jugando, lanzando piedras para probar el tino, peleándose por tantear sus fuerzas- mientras las ovejas retozan y enredan los canes, han forjado una amistad que se muestra inquebrantable si es sometida a prueba en discusiones o porfías. Mastines les ayudan a avecinar el ganado sin mezclas; pues aunque uno a uno conocen ovejas, chivas y carneros, da mucho trabajo poner a cada cual en su sitio. Se basta y se sobra uno solo en esas circunstancias para cuidar de los dos rebaños, así que pueden, a la vez, llevar a cabo alguna tarea en los corrales o acercarse a Palencia bordeando la Miranda. Los amos aprecian el provecho de su destreza, pues crías, leche y lana son más abundantes desde que ellos apacentan. Sabino, mozo alto y recio que la peste dejó sin familia, quiso acercarse a la capital en día de feria, hace de ello casi dos meses. Tirso, joven apacible, primero de siete hermanos, tañendo la flauta hecha con su industria a partir de una caña cortada al borde del río, quedó al cuidado de los dos rebaños. Cruzó Sabino los prados, las tierras pedregosas, los sembrados ralos; pasó cerca de las yeseras, de las canteras de roca caliza, hasta dominar el cerro del Otero y la ermita del Santo Cristo, horadada bajo la cumbre terrena que le sirve de techo. Recorrió en Palencia la ciudad y la Puebla; se acercó al mercado de la calle Burgos, que extiende sus mercaderías ante la iglesia de San Lázaro y el convento de Santa Clara, junto a los soportales, cercano a la salida que lleva a Villalobón y Astudillo. Compró un zurrón en buen uso y una manta de las llamadas de viaje y, sin prisa, recorrió algunas calles que saciaban su interés. Se echó al estómago un buen trago de agua, o cuatro para mayor exactitud, pues en la plaza Mayor probó de los cuatro caños de bronce, y en el pilón redondo de piedra jaspe se refrescó el rostro sudoroso por la caminata. Buscando la sombra, ya que el calor era pegajoso, contempló la soberbia fábrica de piedra y ladrillo que conforma el Hospital de San Antolín y San Bernabé, tan benéfico, tan poderoso, tan rico: sólo en Valdepero posee casi dos centenares de aranzadas de tierra, donadas por personas piadosas en forma de viñas, en su mayoría descepadas y entregadas en arriendo a buen precio. Pasó ante la mansión de don Manuel Peñalba, admirable, y distrajo su curiosidad en la calle mayor mirando escaparates. En el comercio del italiano Julio Mesina halló una herramienta que parecía estar esperándole, y su mirada se quedó fija en ella: pezuña de chivo la cabeza, las cachas de cuerno de toro y una hoja que impone respeto. Entró, preguntó el precio de la navaja, y dicho por el dependiente, salió de la tienda para pensar un momento. La vio de nuevo en la vitrina, y sintió la llamada del acero, de sus reflejos destellantes. Penetró en la tienda deseando tenerla en la mano. Un corte facilitaba a la uña el gesto de aprehender la cuchilla; probó la apertura, probó el cierre, el perfecto alojamiento de la hoja en la cama, en la hendida puchítera, y la atracción se le hizo irresistible. Se acordó Sabino de Tirso y fueron dos utensilios iguales los que compró, sabiendo que allí se quedaban todos los ahorros y los necesitados zahones de cuero. Volvió dando saltos de contento al subir la ladera, desandando el camino hasta llegar a Villazalama donde, los perros primero y después su amigo, lo recibieron con franco alborozo. Mostró Sabino su navaja y Tirso quedó boquiabierto. Era tal la fascinación que el amigo sintió por el instrumento que orgulloso de su gesto, dijo: "Es tuya". No acababa de creérselo Tirso y cuando la duda más le acuciaba, sacó del morral la otra para convencerle de que la suerte tenía dos maneras idénticas de presentarse favorable. Como en sueños se expresaron: "Mataremos cabritos, desollaremos corderos, formaremos figuras de leña, vaciaremos cuencos de madera, cortaremos lías de esparto y presumiremos". Mas hoy, cincuenta y ocho días más tarde, en los inicios de una recolección que no los deja fuera del todo, en el mismo lugar, sus pensamientos siguen derroteros serios y el diálogo tiene como asunto el incierto porvenir. -Estaremos aquí, ¿te parece?, en la pradera, en los corrales, hasta que nos tome el ejército para servir al Rey. Con el botín de las guerras haremos dineros y, hechos unos señorones, vendremos en favor de los nuestros. -Declara Tirso. -Qué se nos da a nosotros del Rey... ¡América!, a América iremos; a Cuba, a Puerto Rico, a Río de la Plata, a su inmensa pradera. El Rey, llámese José, Carlos o Fernando, que se sirva a sí mismo. -Discrepa un Sabino exaltado. Hablan luego de las inquietantes noticias que dibujan un país sumido en el desconcierto. No saben nada de política pero están recelosos. Y en eso se organiza en el extremo opuesto el revuelo ya mencionado: un segador y un pastor comienzan su perturbadora riña por causa de unas ovejas que han penetrado en el denso sembrado de cebada seca. Ese mismo día, 5 del mes de julio por más señas, caluroso como sabemos, de buena mañana, los que bregan en la cuesta de la Media Legua junto al camino real de Santander los ven acercarse. Los que en las Altas siegan las cebadas -dichas del canónigo Ribera- pertenecientes al célebre Hospital, los ven venir gallardos y amenazadores. Cabalgan orgullosos en sus corceles negros, enhiestos, fieros, de mirada inhóspita; arropando a dos carromatos vacíos, y son lo menos treinta. Hay algunos jóvenes, otros de mediana edad; en sus cabezas revolotean recuerdos de la tierra madre, de parientes y amigos que quedaron lejos. Buscando un equilibrio inexistente, a las renuncias contraponen las imágenes de gloria que alcanzan a vislumbrar, las condecoraciones, los ascensos, el bastón de mando. ¡Franceses!, ¡soldados franceses!: la voz corre como el agua desbordada. Casi un mes antes se posesionaron de la capital; de arrasar Torquemada venían, de acuchillar a los vecinos todos, niños y mayores; de quemar el pueblo, de arruinarlo desde la propia base. Se trata de bárbaros, de bestias inhumanas; ruinas y cenizas dejan a su paso. Los ven con temor y asombro los agosteros que tienen su faena en el Altillo, y uno de los mozos, caballero en su burro, menos airoso que los franceses pero más rápido, se acerca al pueblo para prevenir a los vecinos. Llegados al señorío secular de Valdepero se dirigen, como era de esperar, a la plaza del Ayuntamiento; descabalgan y, antes que nada, fijan al poste dos edictos. Uno de ellos requiere la colaboración de los vecinos en la requisa, aportando al ejército amigo legumbres, grano, mantas, harina, y brazos fuertes para cargarlo todo. "Traen la paz y la democracia, la instrucción de los ignorantes, las obras públicas, y la igualdad de los pobres con los ricos", asegura el cartel. Y a modo de explicación, trencilla que ata el deber de unos y el derecho de otros, añade que ellos son "los conquistadores de Europa, enviados por Napoleón a todos los confines para descubrir a las gentes diversas su unidad de destino". Firma, dando al contenido fuerza de ley, el General de División Lasalle, Conde del Imperio. El segundo cartel no es más que el bando del mismo militar dado el 17 de junio en Palencia, por el que la nueva autoridad prohíbe portar armas, blancas o de fuego, incluidas las habituales navajas, herramienta imprescindible en muchas tareas. “A quien en un cacheo le sean halladas será considerado soldado enemigo”. Encuentran el ayuntamiento cerrado y al alguacil a la puerta, haciendo guardia, dispuesto a servir a la autoridad de hecho, sabedor de la venida de lo que el llama "destacamento aliado". Le ordenan premura en abrir el Consistorio y buscar a los mandatarios del municipio y, a escape, deja franca la puerta y emprende el camino. Aprovechan el lapso los soldados para dar agua y pienso a los caballos, comer un bocado de pan con tasajo y beber un jarro de vino en uno de los dos mesones -el que está junto al arco de la puerta Hondón, seguramente- visto al llegar. Pasado ese tiempo tan prolongado, se personan el Teniente Alcalde Mayor y el Alcalde Ordinario, puestos por el Duque de Alba al frente del pueblo. Ambos conocen las atrocidades cometidas por los soldados en su avance imparable, y traen calculada la resistencia pasiva que pueden oponer a la guarnición de la capital -medio millar de soldados, avanzadilla de un ejército numeroso y dotado de toda clase de pertrechos- y al piquete que acaba de llegar al pueblo. Basados en ese razonamiento, recriminan su acción a las incendiarias de los dictados franceses sorprendidas por ellos al llegar a la plaza. La iglesia y las ermitas son, en su pensar, previsibles objetivos de los invasores: pinturas, tallas, objetos de culto, cruces, copones y patenas, oro y plata. Esas riquezas han oído que buscan. El trigo del Pósito, el grano de las paneras, las legumbres de alacenas y despensas, el ajuar hospitalario, y los lechazos resguardados en los apriscos de las rondas. Queda claro que los vecinos han de contribuir al sostenimiento de los ocupantes. Chorizos y lomos en aceite pueden disimularse, dentro de sus orzas, en los pajares. Lástima que a los marranos -sustento del próximo año- tan alborotadores, no se les pueda esconder en sitio alguno. Tardan en manifestar un aprensión alojada en lo oculto de la mente, un miedo que como padres o esposos no pueden restringir: las doncellas; hay soldados muy jóvenes que no tendrán miramientos, y disponer su guarda puede manifestarse insuficiente. Si los bandidos se conforman con víveres e imágenes, en interés del pueblo, la inteligencia conviene en entregárselos. Peor será si se quedan, ya que el castillo y la Casa Grande pueden tentar a unos jefes que precisan aposento para hombres y bestias Situados los regidores en presencia de los oficiales que mandan la tropa extranjera -el capitán Bonet y un segundo cuyo nombre no entienden- su tono es conciliador, de capitulación aparente. Por ignorarlo, hablan con el deje lastimero que a todos los déspotas agranda; y si algo dicen de verdad sobre las posibilidades de ayuda, esa verdad se refiere a las deudas contraídas por el municipio, a los censos pendientes de pago, y a las rentas debidas al Duque. El rédito de ciento ochenta mil reales comprometidos al tres por ciento, se suma a obligaciones y cargas, de modo que el compromiso anual alcanza un monto de trece mil reales largos. Esa verdad de su boca quejosa abarca a las malas cosechas sufridas en los granos, y a la merma de vino: "Si les ha llegado a oídos su fama, han de saber que es bien cierta: las uvas mencía y garnacha dan cuerpo a los mostos, sabor a frutas maduras, y un color granate de tonos muy vivos; las bodegas profundas, de temperatura constante, facilitan una fermentación ajustada; las carrales de roble de nuestros montes, cuna y cama, comunican un aroma a vainilla que tiene buen predicamento. Eso es indiscutible, mas la cantidad es cosa divergente, pues si cuando éramos niños, de cada cinco obradas del término municipal -excluyendo montes y prados- una se destinaba a viñedo, ahora la proporción llega a una de cada diez. A mayores, las tierras libradas de cepas son de mala calidad y producen muy poco, algo de centeno, morcajo y avena, lo mismo que los peñascales de los páramos". Todo eso manifiestan los ediles a unos oficiales que escuchan sin entender la esencia. No han traído intérprete y tergiversan lo que oyen y dicen. Los militares gabachos, camada de Napoleón, pagados de sí mismos, se muestran incapaces de admitir virtud a esta tierra y lo mismo a sus gentes. Han dispuesto los campesinos un tentempié con el fin de ganar tiempo, y mientras los oficiales prueban las bondades de lo ofrecido, queso, jamón y un vinillo del año pasado que ha salido soberbio, el pueblo entero se afana en ocultar todo lo que de valor posee. Ciérranse las mujeres jóvenes -algunas contra su voluntad, pues han oído decir que son mozos guapos los franceses y lucen bigotes- en el falso suelo del escenario, interior del salón de baile donde a veces se representan comedias. El siete de junio, la invasión francesa, un paseo militar sin más tropiezos que el de Torquemada, llegó a Palencia. Es de dominio público lo acaecido en el pueblo ribereño del Pisuerga, a raíz de obstruir sus gentes el puente que lo cruza tratando de entorpecer el avance marcial. Se conoce, asimismo, que desde el mes de marzo se encuentran en Madrid los franceses; ensálzase el levantamiento del dos de mayo, y no se ignora que los fusilamientos de patriotas duraron tres días completos. Quizá esas noticias expliquen porqué, en la capital, el Obispo y el Corregidor Ortiz pidieron clemencia y muchos vecinos han huido a León. En vista de que han ocupado la ciudad como casa propia, y viven a cuerpo de rey en residencias principales, se cree que los extranjeros han venido con la intención de quedarse. Alaban los oficiales el paladar del vino, el color y el olor; tan a su gusto, que les parece francés. Se admiran del descubrimiento y piden dos bocoyes de sesenta cántaras. Bajo un sol ardiente crecido en su rigor se acercan al Pósito, dotado sí con seiscientas fanegas de trigo, pero se ultima la campaña y carece de provisión. Desconfía el capitán francés de los alcaldes, y pone a su lado al alguacil que parece más dócil, dirigiéndose a él en busca de información y respuestas. Cuatro cargas envasan en ocho costales que suben a uno de los carromatos. La pobreza del hospitalillo no facilita ocasión a los soldados de apoderarse de cosa apreciable, salvo unas mantas que el alguacil descubre recién llegadas del telar, reemplazo de las que aprovechan a los dos enfermos de tercianas, tan ralas, que se ve la luz atravesar trama y urdimbre, y manchadas, para colmo, del jugo de borrajas que los cura. De la ermita de Jesús Nazareno, pobre de solemnidad, sólo una capa del Cristo, bordada en oro, regalo de los humildes cofrades, pueden llevarse. Postergando la visita al castillo, cuya llave obra en poder del representante del Duque que ya ha sido avisado; y a la iglesia parroquial, al hallarse el cura administrando el viático a un moribundo, dirigen sus miras a la ermita de San Pedro. Silvino, anciano ermitaño de la Virgen del Consuelo, y sepulturero del Cementerio Municipal, subido a la espadaña con el fin de asegurar el badajo de la campana, los ve acercarse. Tiene su vivienda de encargado adosada al campanario, y la huesera, abundante de calaveras y tibias, hace las veces de huerto; así que ha ido desarrollando creencias sobre la otra vida que no son comunes. Sabiendo forzada a la autoridad no entrega las llaves que piden los alcaldes, y un soldado cualquiera da en el suelo con el cuerpo menguado y lo arrastra inerte tirando de un pie. Es vano el castigo, Silvino no cede. Deciden reventar el portón usando como ariete un banco de roble -medio tronco serrado, el asiento; y las patas, cuatro ramas gruesas- donde suele tomar el fresco el enterrador y su familia: una esposa encorvada y una hija moza de mediana edad con el entendimiento reducido. Resultan sólidas las hojas de la puerta, y aferrados a ellas se intuyen los cerrojos internos; unidad forman barras y tablones y, siguiendo el ejemplo del ermitaño, tampoco ceden. Por indicación del alguacil entran en la casa y sacan a las dos señoras, medrosas, asustadas. En sus mujeres violentan a Silvino; un infame uniformado rasga las ásperas sayas con una bayoneta de hoja brillante que araña la piel. Alma impetuosa en cuerpo gastado, el octogenario hace frente al soldado bandido, y recibe un culatazo en el rostro que basta para derribarlo y concluir su diario penar. La esposa, compañera en las encrucijadas, con tal de evitarle tortura facilita las llaves al capitán de la tropa invasora, y se abraza al marido agónico al tiempo de verle dar las boqueadas. El gentío que se ha ido arremolinando, vecinos incapaces para las labores del campo -abuelos de cráneo desnudo, indignadas mujeres y atemorizados chiquillos- observa la avasalladora actitud de los soldados franceses mordiéndose la lengua. Cargan en uno de los carromatos, de considerables dimensiones para los usos del lugar, algunos cuadros de autor desconocido, dos tallas atribuidas a Alonso Berruguete que forman trinidad con un Cristo, el valioso cáliz y una casulla bordada con hilos de oro. Un chavalillo atrevido -poco más de diez años- cruza un palo en una de las ruedas para que no partan los ladrones llevándose el botín. Un pescozón lo derriba; y un puntapié, ya en el suelo, remata la hazaña valiente de un militar sin entrañas. La madre del niño acomete al verdugo gritando improperios, pero éste la toma de los brazos desnudos, del talle, y la arroja rodando por la alta lindera que bordea el camino de Taragudo y los montes. Los vecinos, con ademán hostil -tres docenas ya- debatiéndose entre el deseo de venganza y el miedo a las represalias, siguen a la cohorte extranjera, al alguacil y a los regidores, hasta el castillo. Los hombres que se afanan en el campo conocen lo que ocurre; esposas dolidas les llevan las noticias, y los motriles encargados del aprovisionamiento. Una orden, un ruego reciben del Alcalde Mayor, del Alcalde Ordinario: "Habéis de permanecer alejados de la villa; nada ganamos con el ataque, el destacamento es sólo una avanzada del cuerpo de ejército que ocupa Palencia". En la explanada del castillo esperan los exigidos bocoyes, colmados del vino que los franceses encuentran suyo en todos los sentidos. Los soldados disponen las carrales de roble en el carretón, y las sujetan con maromas a las teleras bajas y a los travesaños firmes, sirviéndose de los costales para impedir que rueden. Al lado, los santos, acostados sobre las casullas, cubiertos de doradas capas pluviales, atados con cíngulos, parecen ausentes de su misión protectora. Las mantas abiertas, extendidas sobre sacos de yute pletóricos de garbanzos, lentejas y titos, que cuatro uniformados requisaron de vacuas paneras, colman los huecos y completan el carro. No habiendo llegado la llave, aceptan del alguacil la idea de acometer la puerta del castillo con el carruaje desocupado. Toman de las cabezadas a los mulos, los fuerzan a girar hasta alcanzar la posición contraria, y amenazándolos, golpeándolos, consiguen que cejen, que reculen, hasta fijar los corvejones en tierra y elevar al cielo las manos. Golpea la madera a la madera y en el pulso obligado, sin gran deterioro, cede la puerta. Entran los invasores, observan el patio, se acercan al pozo insondable, recorren las habitaciones, y juzgan el recinto pintiparado para albergar a la tropa y a las caballerías, muy apropiado como almacén de víveres y polvorín. En nombre del General Lasalle y del Emperador Bonaparte toman posesión de la fortaleza; y aunque no dejan guardia, instruyen al alguacil para que el herrero ponga nuevos cerrojos y él guarde la llave. De la Casa Grande parecen no tener noticia, y se salva momentáneamente de la ocupación. Don Pedro, el párroco, cincuenta años vividos, los diez últimos al espiritual cuidado de Valdepero; flaco, nervioso, recibe a los soldados con las puertas de la iglesia abiertas de par en par. Es pacifista y le producen espanto las armas. Tallas valiosas del altar mayor, madera oscura en su color natural; casullas de gala, tiesas de los hilos de oro que las adornan; la cruz de plata, el incensario del mismo metal, y la custodia que se muestra sólo el día del Corpus: todo ese tesoro deja Don Pedro que se lleven como si fueran baratijas, como si se tratara de viejos aperos de labranza. Rodeado como está de miradas coléricas, amilanado a la vista de los fusiles y los machetes, aturdido por incomprensibles palabras extranjeras, permite sin oposición que los objetos sagrados vayan a parar al carromato, y allí los acomoden entre cuatro tablas a modo de cajón. Tiembla don Pedro al lado de la sacristía; teme acaso que los soldados se acerquen al Sagrario, pues dentro está el Copón donde el Dios del Gólgota descansa tras su sacrificio. Eso hacen: al Tabernáculo se aproximan, y usando un sable como palanca saltan el cierre que no es sino un sortilegio, un ensalmo pensado para elevar al Creador sobre las criaturas, al Salvador por encima de los condenados; una clave válida para situar al Omnipotente arriba de los desvalidos humanos, que sólo arrepentidos de sus flaquezas -blanco el interior como armiño- son dignos de recibirle en su oscura morada. Los ve hacer el medroso don Pedro, y enérgico de una furia que no sabe de donde le viene, como una exhalación se adelanta a los profanadores. Trata de tomar las Hostias consagradas -Cuerpo vivo de Nuestro Señor- quiere comulgar con todas ellas, guardarlas en el recinto sagrado del alma. Ya no siente miedo; se ve gigante y desprecia a las huestes armadas de Satán, desoyendo las palabras sin sentido que profieren. Forcejea con un salvaje, un ateo, un volteriano, con un jacobino enviado del infierno; y lo hace porque ama a Cristo más que a la vida cargada de potencias. Un empellón recibe que lo lanza contra la verja, frontera defensora del Sancta Sanctórun frente a las asechanzas del mundo engañoso. Don Pedro, que padece frecuentes ataques de epilepsia, se agita echando espumarajos por la boca, y bracea y patalea como un poseso. Retroceden los soldados al verlo, quizá creyentes, quizá supersticiosos, y es el propio capitán Bonet quien, para dar ejemplo, golpea reiteradamente el cuerpo con la culata del fusil, y atraviesa el pecho del sacerdote con la bayoneta de uno de los espantados. Han recibido los agosteros recado de no reñir con los militares, mas las mujeres de Valdepero no entienden los intereses que animan la política, y ante la cruel y despiadada actitud de los franceses, piensan suplir a unos hombres que prestan oídos a la autoridad y se los niegan a la sangre. Hablan en concilio de cuatro, de seis, de quince, porque se van sumando valientes, acaloradas. Hablan de ir al salón de baile y rescatar a las mozas de su propia cautela, y todas juntas, las unas y las otras -armadas de cuchillos tocineros, de atizadores del hogar, de rústicas escobas- asaltar al destacamento francés y cerrarse en el castillo por si vienen de Palencia refuerzos. Ya lo hicieron sus tatarabuelas en 1521, fecha que está grabada en el frontispicio de la fortaleza para que ningún vecino olvide. La mujer del Alcalde Mayor les baja los humos a las cabecillas con unos humos más altos de alcaldesa consorte, y todo queda en intento. Está bien avanzada la mañana y el calor aprieta de lo lindo, pese a que unas nubes oscuras nacidas al Oeste se acercan al sol. El alguacil, que ha traicionado a su pueblo en varias ocasiones en lo que va de día, por una sola vez engaña al enemigo. En las indicaciones dadas al destacamento que quiere ir a Husillos -sólo en él confían los oficiales- aconseja la parte más quebrada, el camino de la Cuesta, y se ofrece a acompañarlos. Almorzarán en las proximidades de la villa y visitarán la abadía, pues tienen noticia de los relieves valiosos que cubren sepulcros de gente principal. Dos chiguitos, previniendo a los que encuentran al paso, se encaminan a todo correr por el pago de las Brujas hasta Villazalama. Precisamente en esos pastos ocurre la pendencia que enfrenta, unos contra otros, al mundo entero y verdadero. El bosque frondoso tuvo su principio en un insignificante brote, el caudaloso río fue una fuente; en ésta oportunidad el germen estuvo en un leve reproche, dirigido a un zagal por el segador que descubrió el desaguisado. Recibió como un cantazo el pastor la reprimenda, y contestó con alguna inconveniencia mayor. Su agarrada inmediata resultó un imán para quienes se percataban de cerca o de lejos de lo ocurrido; y ahora, transcurrido un largo rato, salta el calañés por los aires, del jubón de bayeta se toman, del calzón de paño de Astudillo; a tirones descomponen la figura y dan con el oponente en el suelo. Allí las puñadas en el rostro, allí las trompadas en el pecho. Sabino y Tirso defienden antes que a nadie a los trashumantes, a los de chaqueta de piel de cordero, a los que huelen a leche agria; mas no tienen reparos en apoyar a los labriegos, ya sean de Valdepero o de Husillos, y a los segadores recién llegados. La contienda va perdiendo la intensidad inicial, y salvo los heridos a garrotazos que buscan desquite, el resto se acomete con desgana. Dos chavales llegan corriendo como galgos, y anuncian la cercanía de los franceses. Relatan en dos o tres frases -más no se necesitan- los crímenes cometidos contra el ermitaño y el cura, las heridas causadas a los indefensos, los múltiples robos. El exceso de tensión mata la reyerta, llegándose a la única determinación aceptable. -¡A la cuesta! -grita un segador- allí los sorprenderemos. -¡A la cuesta! -repite una voz que es un eco de voces, la unión de veinte voluntades al menos- que cada uno mude sus trebejos en armas: dalles, hoces, rastrillos, horcas, navajas, garrotes. -Añade el segador que parece más decidido. -Poco somos si no recuperamos a los santos y vengamos a muertos y heridos. Poco somos si dejamos marchar a los soldados franceses sin escarmiento. -Así se expresa un desconocido Tirso en la parrafada más larga que de él se recuerda. Alargan los chavales su carrera para dar aviso a los de Husillos y, al momento, horcas de guinchos puntiagudos -amotinadas, insurrectas- se yerguen amenazadoras; rastrillas de madera exhibiendo unos dientes desiguales, cual pendones de batalla o descabezadas cruces, se elevan hasta las nubes sombrías. Se enarbolan hoces de brillante filo, dalles temblorosos. Cachavas y cayados de fuerte apariencia bailan en el aire. Hondas giran preñadas de piedras. Óyese un fragor de batalla, un rumor de cortejo. Escopetas de relucientes caños se agitan buscando invisibles pechos franceses. Voces airadas maldicen a los culpables de la violencia y la rapiña, votos y juramentos prometen venganza. Sabino y Tirso descubren un uso agregado para sus navajas cabriteras, y de ellas reciben un valor crecido. Hombro con hombro marchan animosos en el grupo que se dirige a la Cuesta. Amigos, hermanos, una espiga forman los que antes se enfrentaban. No les separa el oficio, ni la circunstancia insignificante de haber nacido en un pueblo o en el otro,
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