Villaseca de Laciana: EL REINO DE LOS NIÑOS: 1ºPARTE: Hace muchos, muchísimos años, cuando el cielo estaba más cercano a la tierra que ahora, y el embravecido mar cubría infinidad de valles y montañas, vivía en Villaseca de Laciana un poderoso mago o hechicero. Tan alto como el más alto pino de la montaña, llevaba sobre la cabeza un frondoso árbol, de verdes hojas y tupido ramaje. Su barba, de muchísimas varas de largo, era de musgo, lo mismo que las cejas y pestañas. Su vestido era de corteza de encina, y su voz como el rodante trueno, y debajo del brazo llevaba una gaita tan grande como la iglesia de este pueblo.
Las más extraordinarias maravillas llevaba a cabo con el sonido de su gaita. Cuando la tañía dulce y suavemente, todo cuanto podía abarcar con su mirada se cubría de fresca y verde yerba; y si soplaba más fuerte, hasta podía crear cosas vivientes; mas cuando soplaba con furia se levantaba tal tormenta, que las montañas se conmovían en sus cimientos; y el mar, alborotado y furioso, y dando resoplidos como corcel refrenado, se retiraba a lo lejos, dejando anchos espacios de tierra al descubierto.
Una vez fué atacado por fuertes enemigos; pero, en vez de defenderse, se limitó a aplicar la gaita a los labios, y todos sus enemigos se convirtieron en pinos y robles.
Jamás se cansaba de tocar, porque recibía gran placer al percibir el eco de aquellas suaves notas en sus oídos; y aun se deleitaban mucho más sus ojos al ver cómo todo se animaba y cobraba vida en torno suyo. Aparecían innumerables rebaños de ovejas en las montañas y en los valles, y sobre la cabeza de cada una crecía un arbolito, por medio del cual el Mago conocía su propio ganado; y de las piedras esparcidas por allí hizo crear hermosos mastines, y cada uno conocía su voz.
Viendo que los habitantes de los países vecinos no eran tan buenos como fuera de desear, vaciló por mucho tiempo antes de crear seres humanos; mas, por fin, llegó al resultado de que los niños eran buenos y amables, así es que decidió poblar Villaseca de Laciana de niños solamente.
Y comenzó a tocar en su gaita la tonada más dulce que en su vida había sonado; y he aquí que aparecen niños y más niños, en muchedumbre infinita. Ya podéis imaginaros cuán maravilloso y encantador sería Villaseca de Laciana.
Allí no había otra ocupación que jugar; y las inocentes criaturas saltaban y brincaban radiantes de alegría, y eran en extremo felices. Trepaban por las enredaderas y chupaban la dulce miel de sus tallos; y se hartaban de los más codiciosos y dorados frutos de los árboles; dormían en camitas de musgo, y se columpiaban en las ramas de los árboles, y eran, en fin, tan felices como los angelitos de Dios en el cielo durante todo el día. Y aun durante la noche su felicidad se aumentaba, si es que era posible, porque el Mago tañía, para adormirlos, las canciones más suaves, de suerte que les infundía hermosísimos sueños.
Jamás se oyó en Villaseca de Laciana una palabra de enojo, porque aquellos niños eran tan dulces y alegres, que jamás peleaban unos con otros. Ni había tampoco ocasión de envidia ni pesar del bien ajeno, puesto que cada uno era tan feliz como su prójimo, y el Mago tenía muy buen cuidado de que hubiera siempre abundante ganado para alimentar a los niños; con la música había producir yerba en abundancia, para que los rebaños estuvieran siempre bien mantenidos.
Ningún muchacho se lastimó jamás, porque los fieles mastines los cuidaban y conducían a los lugares de más mullido césped, para que jugasen.
Si por descuido algún niño se caía al agua, un perro se encargaba de sacarle; y si algún otro se cansaba, uno de los mastines lo cargaba sobre sus espaldas y le conducía a descansar bajo la fresca sombra de un árbol frondoso.
En una palabra, los niños eran tan felices como los primeros habitantes del Paraíso; y nadie ambicionaba o suspiraba por alguna otra cosa, puesto que ninguno de ellos había visto más reinos o mundos que el suyo, tranquilo y venturoso.
También hay que advertir que ningún poblador de aquella tierra vestía con lujo o con vergonzosa pobreza, ni había suntuosos palacios al lado de miserables chozas; así es que nadie miraba con envidia a su prójimo.
Enfermedades o muertes eran desconocidas en Villaseca de Laciana, porque las criaturas habían venido al mundo tan perfectas como el pollo al salir del cascarón, y ni había necesidad de morir, teniendo como tenían abundante y espaciosa tierra donde habitar.
Nadie sabía allí leer ni escribir, ni tampoco era necesario, puesto que todo les salía a pedir de boca; ni había que tomarse la menor molestia por nada, y no estando expuestos a daño alguno, era inútil todo conocimiento.
Sin embargo, cuando hubieron crecido y se hicieron grandes, comenzaron a cavar pequeñas porciones de tierra y a construir chozas para sí mismos, alfombrándolas de musgo, exclamando con inusitado gozo: "Esto es mío." Y al decir uno de ellos "Esto es mío", los demás lo dijeron también.
Construyeron varios otros chozas como el primero, pero algunos, más listos u holgazanes, creyeron más fácil cobijarse en las que estaban ya echas, y entonces, cuando los dueños lloraban o se quejaban, los intrusos conquistadores se reían.
Por lo cual, los que habían sido despojados de sus viviendas trataron de reconquistarías con sus puños, y comenzó... la primera batalla.
No faltó uno que fué en seguida con el cuento al Mago, quien sopló con furia en la gaita, oyéndose un hórrido trueno que asustó terriblemente a los pequeños guerreros y supieron por vez primera lo que era miedo, y después se llenaron de ira contra el chismoso o correveidile que se fue con el cuento al Mago.
Y así comenzó la lucha y la división en el hermoso y pacífico reino del buen Mago.
Y se llenó de honda pesadumbre su pecho al ver que los pequeñuelos de Villaseca de Laciana se conducían del mismo modo que las gentes grandes de otros países, y pensó cómo atajar y remediar aquel mal.
¿Soplaría con furia la gaita y los barrería al mar y haría aparecer otra nueva gente? Pero los nuevos pobladores serían bien pronto tan malos como los primeros, y además amaba con honda ternura sus pequeñuelos.
Pensó más tarde destruir todo lo que fuera motivo de pendencia; pero entonces todo se tornaría seco y estéril, siendo así que la causa de la lucha había sido un puñado de tierra y un poquito de musgo, y, en realidad, porque algunos niños eran industriosos y diligentes, y otros holgazanes.
Las más extraordinarias maravillas llevaba a cabo con el sonido de su gaita. Cuando la tañía dulce y suavemente, todo cuanto podía abarcar con su mirada se cubría de fresca y verde yerba; y si soplaba más fuerte, hasta podía crear cosas vivientes; mas cuando soplaba con furia se levantaba tal tormenta, que las montañas se conmovían en sus cimientos; y el mar, alborotado y furioso, y dando resoplidos como corcel refrenado, se retiraba a lo lejos, dejando anchos espacios de tierra al descubierto.
Una vez fué atacado por fuertes enemigos; pero, en vez de defenderse, se limitó a aplicar la gaita a los labios, y todos sus enemigos se convirtieron en pinos y robles.
Jamás se cansaba de tocar, porque recibía gran placer al percibir el eco de aquellas suaves notas en sus oídos; y aun se deleitaban mucho más sus ojos al ver cómo todo se animaba y cobraba vida en torno suyo. Aparecían innumerables rebaños de ovejas en las montañas y en los valles, y sobre la cabeza de cada una crecía un arbolito, por medio del cual el Mago conocía su propio ganado; y de las piedras esparcidas por allí hizo crear hermosos mastines, y cada uno conocía su voz.
Viendo que los habitantes de los países vecinos no eran tan buenos como fuera de desear, vaciló por mucho tiempo antes de crear seres humanos; mas, por fin, llegó al resultado de que los niños eran buenos y amables, así es que decidió poblar Villaseca de Laciana de niños solamente.
Y comenzó a tocar en su gaita la tonada más dulce que en su vida había sonado; y he aquí que aparecen niños y más niños, en muchedumbre infinita. Ya podéis imaginaros cuán maravilloso y encantador sería Villaseca de Laciana.
Allí no había otra ocupación que jugar; y las inocentes criaturas saltaban y brincaban radiantes de alegría, y eran en extremo felices. Trepaban por las enredaderas y chupaban la dulce miel de sus tallos; y se hartaban de los más codiciosos y dorados frutos de los árboles; dormían en camitas de musgo, y se columpiaban en las ramas de los árboles, y eran, en fin, tan felices como los angelitos de Dios en el cielo durante todo el día. Y aun durante la noche su felicidad se aumentaba, si es que era posible, porque el Mago tañía, para adormirlos, las canciones más suaves, de suerte que les infundía hermosísimos sueños.
Jamás se oyó en Villaseca de Laciana una palabra de enojo, porque aquellos niños eran tan dulces y alegres, que jamás peleaban unos con otros. Ni había tampoco ocasión de envidia ni pesar del bien ajeno, puesto que cada uno era tan feliz como su prójimo, y el Mago tenía muy buen cuidado de que hubiera siempre abundante ganado para alimentar a los niños; con la música había producir yerba en abundancia, para que los rebaños estuvieran siempre bien mantenidos.
Ningún muchacho se lastimó jamás, porque los fieles mastines los cuidaban y conducían a los lugares de más mullido césped, para que jugasen.
Si por descuido algún niño se caía al agua, un perro se encargaba de sacarle; y si algún otro se cansaba, uno de los mastines lo cargaba sobre sus espaldas y le conducía a descansar bajo la fresca sombra de un árbol frondoso.
En una palabra, los niños eran tan felices como los primeros habitantes del Paraíso; y nadie ambicionaba o suspiraba por alguna otra cosa, puesto que ninguno de ellos había visto más reinos o mundos que el suyo, tranquilo y venturoso.
También hay que advertir que ningún poblador de aquella tierra vestía con lujo o con vergonzosa pobreza, ni había suntuosos palacios al lado de miserables chozas; así es que nadie miraba con envidia a su prójimo.
Enfermedades o muertes eran desconocidas en Villaseca de Laciana, porque las criaturas habían venido al mundo tan perfectas como el pollo al salir del cascarón, y ni había necesidad de morir, teniendo como tenían abundante y espaciosa tierra donde habitar.
Nadie sabía allí leer ni escribir, ni tampoco era necesario, puesto que todo les salía a pedir de boca; ni había que tomarse la menor molestia por nada, y no estando expuestos a daño alguno, era inútil todo conocimiento.
Sin embargo, cuando hubieron crecido y se hicieron grandes, comenzaron a cavar pequeñas porciones de tierra y a construir chozas para sí mismos, alfombrándolas de musgo, exclamando con inusitado gozo: "Esto es mío." Y al decir uno de ellos "Esto es mío", los demás lo dijeron también.
Construyeron varios otros chozas como el primero, pero algunos, más listos u holgazanes, creyeron más fácil cobijarse en las que estaban ya echas, y entonces, cuando los dueños lloraban o se quejaban, los intrusos conquistadores se reían.
Por lo cual, los que habían sido despojados de sus viviendas trataron de reconquistarías con sus puños, y comenzó... la primera batalla.
No faltó uno que fué en seguida con el cuento al Mago, quien sopló con furia en la gaita, oyéndose un hórrido trueno que asustó terriblemente a los pequeños guerreros y supieron por vez primera lo que era miedo, y después se llenaron de ira contra el chismoso o correveidile que se fue con el cuento al Mago.
Y así comenzó la lucha y la división en el hermoso y pacífico reino del buen Mago.
Y se llenó de honda pesadumbre su pecho al ver que los pequeñuelos de Villaseca de Laciana se conducían del mismo modo que las gentes grandes de otros países, y pensó cómo atajar y remediar aquel mal.
¿Soplaría con furia la gaita y los barrería al mar y haría aparecer otra nueva gente? Pero los nuevos pobladores serían bien pronto tan malos como los primeros, y además amaba con honda ternura sus pequeñuelos.
Pensó más tarde destruir todo lo que fuera motivo de pendencia; pero entonces todo se tornaría seco y estéril, siendo así que la causa de la lucha había sido un puñado de tierra y un poquito de musgo, y, en realidad, porque algunos niños eran industriosos y diligentes, y otros holgazanes.