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MORGOVEJO: Morgovejo me aporta serenidad. Visitar ese viejo caserío...

Morgovejo me aporta serenidad. Visitar ese viejo caserío que sorprende en un recodo oculto del curso del Cea me hace ser consciente de los continuos latidos del corazón que nos mantiene pegados a la existencia. Reconocer, aún de lejos, la señal que anuncia a los conductores el comienzo del pueblo me atenaza la garganta, me muda el pulso y me transporta a un reciente y dulce pasado cuando mi padre nos mostraba orgulloso lo bello del paisaje, lo incofundible de su aroma y la postura siempre erguida de sus gentes. He llegado a creer que al ser tanta la autoestima que a mi padre le aportaba Morgovejo que en sus genes nos inoculó el deseo irrefenable de volver una y otra vez a ese lugar de empinados prados que huelen a cielo.
Por si esto fuera poca herencia, desde hace muchos años, más de los que siempre parece oportuno aceptar sin rechistar, mi padre se añade a sí mismo como el más valioso emblema de este pueblo. Tanto que, de mutuo acuerdo, hemos convenido vernos un ratito, sin compromisos devaluadores, al menos una vez en cada año y contarnos cómo nos va a cada uno en la fiesta que nos deparó el destino.
Lo que no acierto a distinguir es si mi padre, después de tantos años guardando celosamente el fondo sur del camposanto, aún conserva la lucidez suficiente para darse cuenta de que mi amor por Morgovejo nunca será mayor que el que a él le reservo mientras me alcance la vida. Y sólo hasta entonces, porque más adelante, tanto él como yo, ya nos vengaremos de la injusticia de una muerte temprana fundiéndonos en un abrazo tan eterno como no sospecha ni la propia Metafísica más incuestionable.
Mi padre se llama Alfonso Prieto Escanciano.
Mi abuelo, su padre, que lo acompaña en ese viaje al más allá, Macario Prieto Valbuena.
Y quien esto escribe y siente, responde con orgullo al nombre de Macario Prieto Rodríguez.
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