FOLLOSO: La vida en Folloso era rutinaria y muy pautada por...

La vida en Folloso era rutinaria y muy pautada por las labores del campo y las necesidades de la ganadería, enmarcadas todas ellas por el clima y el ciclo de la vida. La gente no cobraba un salario, excepción hecha del Secretario del Ayuntamiento, D. Segundo y del Maestro o Maestra de turno. El Secretario era nativo y el Maestro de mis primeras letras estaba casado con una hija del pueblo. Cuando sus hijos crecieron y necesitaban de instituto para seguir su educación tomó parte en el concurso de traslados y marchó hacia su tierra chica, allá por los alrededores de Fuente Saúco, provincia de Zamora.

Era una plaza difícil de cubrir por la dureza del clima, las incomunicaciones. El medio de acceso desde Riello o desde el Castillo donde te dejaba el coche de línea, era el caballo, el carro de vacas o el autobúas de San Fernando. En aquellos tiempos no había viernes de recortes, el recorte era contínuo. El primer curso después de la marcha de D. Luis, estuvo vacante la plaza y los vecinos decidieron pagarle unas perras a un primo mío del pueblo vecino que era bachiller superior para que nos enseñara las cuatro reglas a los escolares. Por fin, en un otoño, ya con frío, fueron a buscar al Correo con un caballo y un burro a la próxima maestra y a su marido D. Andrés. La maestra que nos tocó en suerte era todo un cuadro para nosotros, los rapacines de Folloso. Lo más distintivo era un "esparabán" que tenía en el rostro deformado y torcido. Cada vez que articulaba una palabra, la cara se le disparaba hacia un lado con rebote, pero no uno, si no dos o tres y luego las palabras no fluían, zarabeteaba. Nosotros mirábamos con los ojos muy redondos y la mueca que imitaba por simpatía en la boca. Primero fue sorpresa, después la tentación de burla asomaba y había que reprimirla porque teníamos muy inculcado el sentimiento de respeto a los mayores. La segunda percepción que nos llamaba la atención era el abrigo de pieles que llevaba día y noche, con sol y sin él. Eran unas pieles, seguramente de animales cazados en la otoñada, cuando la hoja cae y adquiere las tonalidades del marrón y el amarillo y los animales entran en proceso de adaptación para camuflarse. El abrigo era marrón, pero de un marrón amarillento y el cuello lo cubría con una estola que en un extremo colgaba una pequeña cabeza de marta o garduña, no sé si natural o de imitación. Algún mayor enseguida la bautizó y se quedó con el nombre de María Meneos. Con tal certedad que yo no recuerdo como se llamaba realmente. La acompañaba su marido D. Andrés que era él, el que nos daba las clases o lo que fuera. Sólo recuerdo jugar a buscar palabras en el Mapa Mundi, antes de que ellos llegaran de casa de Eufronio dónde se habían hospedado, y atizar la estufa de hierro.

Al curso siguiente vino Dña Rosa que durante ese curso me preparó para hacer ingreso: dictado con tres faltas, división por tres cifras, mapa de ríos, montañas y provincias y el catecismo.

Todas las demás familias, el dinero que recibían, era de la venta de los excedentes de sus productos. Unas arrobas de patatas, alguna fanega de centeno, unos kilos de alubias, de peras o manzanas, unas docenas de huevos, unos kilos de mazadas de manteca, alguna hoja de tocino, algún gallo, alguna oveja, alguna cabra, unos castrones, algún ternero, algún toro y alguna vaca. La venta de los productos pequeños servían para poder comprar los productos alimentarios básicos y para remplazar las herramientas. Las perras obtenidas de la venta de animales grandes se usaba para comprar otros animales, engordarlos y volver a venderlos. Las ganancias se guardaban para pagar los gastos que se derivaban de tener los hijos estudiando en la capital o para pagar una operación que de improviso se presentaba cuando menos lo esperabas o para hacer la casa nueva o comprar una finca para agrandar un poco más el capital de la hijuela que habían heredado. Los ahorros no eran muchos. La Caja estaba en Riello. Mi padre no llevaba el dinero a la Caja. Lo guardaban en una cartera marrón que tenía un apartado para guardar los billetes de papel y las monedas en un apartado de presiglás para fotos. Nunca cogían la cartera cuando yo estaba delante, ni nunca oí hablar de donde se guardaba el dinero en casa, pero los niños sin estar, sin oír, sin prestar atención, sabemos. No sé como, pero sabía que mis mayores guardaban los cuartos detrás de un retrato de mi hermano. Un retrato que le habían hecho cuando tenía 10 años y había hecho el ingreso de bachiller. Lucía mi hermano una raya perfecta y un flequillo que dibujaba un caracolillo en la parte derecha de la frente apuntando hacia el centro y hacia arriba. La foto estaba encuadrada en un marco muy labrado en tonalidades plateadas. El retrato estaba colgado en la pared del cuarto de mis padres entre el mueble tocador que sujetaba la palangana, el espejo y los cajones y la cama donde mi madre me había alumbrado. El marco del retrato no quedaba plano, quedaba un poco inclinado y allí, en ese hueco guardaban mis mayores los ahorros para ir tirando de ellos cuando los necesitaban.

Un abrazo.


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