FOLLOSO: El rapacín de Folloso todavía no tenía edad para ser...

El rapacín de Folloso todavía no tenía edad para ser rapacín, estaba en su más tierna edad y tenía la categoría de niño. Debía de ser por aquel tiempo del año que el clima es muy cambiante y los meteoros se presentan de inmediato sin casi tiempo de reacción.

Yo solía estar en el rellano de la escalera que daba a la calle y en mi atalaya controlaba el poco tráfico de personas y animales que por aquella encrucijada de caminos, transitaba. Aquella tarde apareció mi hermano mayor con el caballo, la albarda y los cestos del verde. Espurrí los brazos y ni sugerí, ni menos pregunté. Afirmé con seguridad: Yo voy contigo. " No puedes venir. Hace frío y te puedes acatarrar". Las argumentaciones no sirvieron para nada y mis brazos entre implorantes y acariciadores no bajaban de la horizontal. Mi hermano, que me llevaba a todas partes, me montó delante de él y chino-chano pa la Reguera a buscar el "verde" para la ceba de la cena del vacuno, mezclado con la paja serrada y la poca hierba que en la "rima" del pajar quedaba.

El verde era la primera hierba que crecía en los prados después de los fríos invernales. Se segaba con el gadaño y se metía en unos cestos grandes hechos con mimbres de salguero o palero cortados en el otoño y después de pelar las varas se tejían y se confeccionaban aquellos enormes cestos. Mi hermano empezó a segar con el gadaño y antes de hacer el primer "marallo" ya se presentó por el Oseo un turbón de nieve y agua helador. La Escuentra ya no se veía y los chopos de los praos del otoño desaparecieron en un pis-pas. Mi hermano dejó el gadaño y metió al niño debajo de un cesto. A todo meter llenó un cesto, sacó el niño y llenó el otro, los cargó, montó a caballo y el miedo a que su hermano se le helara le rondó por la cabeza. No tenía capote, ni manta ni mantón. Por no tener ni una mala chaqueta se había echado. Encima de la camisa llevaba puesto un jerselón de lana. Era un jerselón casero, natural. Lo había tejido mi hermana con la lana de nuestras ovejas blancas que mi madre con su rueca y su huso había hilado en las largas noches de invierno. Cuando el huso estaba lleno, se hacía un ovillo y con el ovillo las madejas que se lavaban para que esponjaran los hilos y perdieran la grasa. Luego mi hermana que era una máquina, tejía, contando y descontando puntos, que yo intentaba confundirla repitiendo números sin ton ni son. A veces lo conseguía y me "rezongaban" y era motivo de risa y relajo de la familia. Hacía la espalda, el delantero y las mangas y luego se teñia en un caldero con agua hirviendo a la que se añadía unos sobres de tintes. Era un jerselón colorado, tupido y de cuello redondo. Mi hermano, al segundo de estar montado en el caballo ya había metido al niño debajo de su jerselón para darle el calor de su cuerpo y resguardarlo del viento y la nieve heladores que arreciaban de tal manera que el caballo se las veía y deseaba para seguir el camino. Parece ser que no "rebullía" y esa quietud asustó a mi hermano. Cuando las dudas le asaltaban por mi integridad y ya llegábamos a la fuente de Abajo. Notó unas manitas pequeñas, pero fuertes que dieron de si el cuello del jerselón y unos ojos dilatados salieron a la luz y el niño respiró con toda la profundidad posible. Mi hermano también respiró y el niño pasó, desde el ataque por sorpresa del turbón, a la categoría de rapacín.

Un abrazo


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