FOLLOSO: Hola Peña, que alegria el volver a leer esas exposiciones...

Con doce años ya empecé a dar alguna calada a algún cigarrillo de bisonte que comprábamos sueltos en algún quiosco o en alguna caramelera del Arco de la Cárcel. Solía ser un cigarrillo compartido en que las caladas se contaban para que fuese totalmente equitativa la culpabilidad por haber atravesado la barrera de lo prohibido. Solíamos sacar el humo por la nariz, toser de lo lindo cuando el humo se adentraba con más profundidad y quemarnos la boca con el humo recalentado de la alta frecuencia de las chupadas. Así aprendí a fumar. En el principio, fue una imitación, luego un autoengaño de ser mayor y después una dependiencia tanto física como síquica. Pero aquellos primeros pitillos con los compañeros tenían su qué. Fumar en el water y andar a palmadas con el humo era toda una batalla, incruenta, pero batalla. Apagar el cigarro con todo el mimo y cuidado y guardar la pava, es decir, la colilla en el bolsillo o en cualquier rendija de una pared para reanudar el consumo después de la clase, también tenía su morbo. Algunas veces la pava había sido apagada dos veces. En el tercer intento, cuando introducías aquel humo en tus pulmones, el mareo estaba casi asegurado, pero era igual, la memoria era efímera y los percances derivados del fumeteo se sucedían.
Fumábamos Peninsulares que eran los más baratos, algún Ideal, algún Caldo de Gallina que se le descuidaba a algún padre o a algún hermano mayor, Celtas cortos y los domingos y fiestas de guardar era el turno para el tabaco rubio. Según el poder económico, un par de pesetas a la semana y algún duro que representaba el gordo de Navidad, comprábamos Bisonte o Tres Carabelas y cuando teníamos un poco más de dispendio tirábamos de Chesterfiel o Fhilis Morris que ya el cigarrillo se iba a los dos reales.
Con trece años, teníamos un profesor de Historia, D. José. Fabulaba muy bien, pero el hombre tenía más quehaceres administrativos y se ausentaba bastantes veces de la clase. Fumaba Chester corto, sin boquilla. Mientras nos explicaba las aventuras de D. Pelayo o las vicisitudes de Fruela, el vigilante le avisaba y el bueno de D. José se ausentaba, tiraba al suelo el Chester y lo pisaba con sus zapatos negros de material. Pero lo pisaba, no de cualquier manera, pisaba solamente la brasa. Quedaban unas pavas largas, solamente aplastadas en la zona quemada. Las aplastabamos un poco con los dedos y volvía a recobrar la forma cilíndrica. Eran unas pavas hermosas, de las de los domingos, gratuitas y además estrenadas por D. José al que teníamos en estima y conocíamos. En alguna clase se llegaron a recolectar seis hermosas colillas de cigarros interruptos. De los cigarros que llegaban a su destino final, también los aprovechábamos, pero de esas pavas había poco que rascar, además de quemarte los dedos o los morricos, al intentar sacar un par de caladas. De la Reconquista no pasamos del Duero, pero fumamos muchas pavas de Chester.

Eramos expertos en guardar el cigarrillo encendido en el bolsillo del abrigo o la gabardina cuando nos cruzábamos con alguien conocido. Hasta alguien, una vez, se guardó el cigarro en la boca y se lo tragó. Y en la lengua, doy fe, no tenía ninguna ampolla.

Por aquellos tiempos, pasaba como ahora, las cosas se disfrazan y no se les llama por su nombre. Son los famosos eufemismos. A la crisis se llamaba desaceleración del crecimiento, al trabajo empleo, al paro desocupación, al pagar una cosa por dos conceptos le llaman copago, a la violencia machista le llaman violencia en el entorno familiar..., la lista es interminable y muy pensada, de matrícula, pero muy deshonesta. Pues al vicio de fumar era muy común llamarle hábito de fumar. Y yo, después de imitaciones, afirmaciones, juegos, aparentar ser mayor, jugar a hombrecito y... también llegué a tener "el hábito de fumar". Mientras todo era un juego de iniciación, no pasaba nada durante las vacaciones en Folloso, pero cuando el hábito era una dependencia venía el lío. En Folloso no había estanco, ni quiosco, ni caramelera. Lo más cercano era Casa Sandalio en el Castillo o Riello. Y a esos dos lugares que los Abades habían concedido las ferias como institución sólo se iba de vez en cuando y no era yo el que solía ir.

Recuerdo una Navidad que ya llevaría una semana sin catar el humo y me enviaron al Castillo a por unos recados. Había nieve pero los caminos estaban abiertos y se podía transitar perfectamente. Llegué a casa Sandalio y compré las cosas y el cuarterón para mi padre y un paquete de peninsulares para mi. Cargué las cosas en las alforjas y pasada la casa de la Molinera, el cielo se puso gris panza de burra, se apagó el viento, templó el tiempo y comenzó a nevar mansamente. Me tapé con la manta a modo de capote, saqué mi paquete de peninsulares y con todo el cuidado dejé sin cobertura los cilíndricos cigarros que aparecían a la derecha de la tira de Tabacalera. Saqué uno, lo golpeé contra el dorso de la mano, lo olí y respiré profundamente. Con parsimonia lo llevé a la boca, busqué las cerillas y encendí mi cigarro de peninsulares como si del mejor Cohiba se tratara. Las primeras bocanadas de humo se confundían con el vaho de mi aliento y vaho y humo y copos de nieve formaron un trío que siempre recordé como un gran placer. Siempre que pude, después, cuando nevaba y todavía tenía el "hábito" de fumar, fumaba y no era igual que aquella vez en La Puebla, pero casi.

Un abrazo

Hola Peña, que alegria el volver a leer esas exposiciones tan magistrales.
Ëste en concreto me hace recordar a mi abuelo, que fumaba poco, estaba malito del estómago, pero el mirarle embelesada como liaba el cigarrillo con esmero, y con una maestria que mis ojos ávidos de ver cosas interesantes (no había tele y la radio funcionaba mal, los cuentos y libros escasos). Los cuentos del abuelo me dejaban con la boca abierta, se los inventaba y eran maravillosos...... Un abrazo