FOLLOSO: Hola Peña. Me alegra verte por aquí con tus historias....

El Prao Lafuente.

Me imagino el cortejo fúnebre desfilando por las Llamas de la Iglesia para acompañar a Angel en su último viaje por las tierras de Folloso. Seguramente, después de dar sepultura a sus restos y después de las oraciones pertinentes por los familiares difuntos y dejada atrás la Iglesia Vieja con sus dos capillas de bóveda de cañón, Jacqueline, ya más sosegada, levantó la vista y contempló la serenidad transmitida por los caserones de Folloso al abrigo del frondoso robledal del Fuello. Le gustó lo que veía y para recordar y en homenaje a Angel, enfocó, miró, hizo un clic y se llevó su recuerdo.

En primer plano del recuerdo de Jacqueline, aparece el "prao" Lafuente de mi familia. Se llamaba así porque estaba situado a continuación de los terrenos comunales que ocupaban los difentes manantiales que formaban la Fuente de Arriba con los pozos de lavar y de regar. Era un prao que tenía sus horas de agua de riego e incluso en su parte central en épocas lluviosas se asomaba un manantial del que mi padre hacía salir una pequña presa con sus "libiaos" y regaba un trozo más de prao para no dejar marchar el agua por el regato que ella describía hacia el cierre de espinos, paleros, salgueros y algún cerezal de cereza menuda y un poco amarga. Por esa linde, a finales de marzo, cuando el sol ya empezaba a coger fuerza y hacía que todo explotase, aparecían los primeros "gatines" de todo el pueblo. Tanto los salgueros como los paleros se llenaban de gatines grises aterciopelados que preludiaban el verde y el amarillo y el rojo y el azul y la intensidad del aire preñado de aromas. Y nosotros acariciábamos aquellos gatines de intensa suavidad.

Se entraba al prao por un cancillón que casi lindaba con el pozo de regar al que llegaba el agua conducida entre dos medios roldos y siempre se oía su voz cantarina con distinto tono según estuviese el pozo vacío o lleno a diferente nivel. Era un prao muy socorrido, siempre estaba allí, a mano, para llevar la pareja, para en marzo, alrededor del manantial irregular, segar unos cestos de verde o para entrener las vacas en cualquier día que no se podían llevar a otro sitio. Por la parte este lindaba con el de Werselbino y no había linde. Nos guiábamos por un mojón que había en la pared norte y por un espino que crecía en mata redonda en el centro. Cuando se estrenaba el pasto, uno se colocaba en el mojón y mirando fíjamente al centro desl espino, íbas pisando pasito a pasito, sin torcerte, dejando un camino de hierbas y flores aplastadas. Al llegar al espino, mirabas atrás y si te habías torcido, rectificabas y pisabas otro poco y ya teías fijado el límite hasta dónde tus vacas podían llegar a pastar.

Nunca en diciembre vi el prao con tanta hierba como tiene en la fotografía. En aquellas épocas casi quedaba arado, se comían hasta las raíces.

En el límite con el pozo de regar había una pared y al abrigo de ella planté mi primer árbol. Era una estaca de un manzano que llamaban "juanón", daba unas manzanas, pequeñas, agrias y amargas que no había madre que se las comiera. No era un montesino como el que había en una tierra de Segundo, en el camino de Valdefernando, que aquel si que era original, pero también el "juanón" era bastante originario, porque plantabas una rama nacida de tronco, o rama grande, con alguna verruga en la zona de unión a tronco o rama y prendía. Fui con mi padre, con permiso de Eufronio, a Los Huertos de Arriba y cortamos unas estacas para plantar y allí, en el Prao Lafuente, me dio el privilegio de plantar mi primer árbol al abrigo de la pared del pozo de regar. Había llovido y con la palanca hice un agujero bastante profundo. Me recuerdo, orgulloso, imitando todos los movimientos de mi padre, clavando la palanca, una y otra vez hasta alcanzar profundidad y moverla en círculo para darle amplitud al agujero. Luego él remataba y yo volvía a tener motivo nuevo de imitación.

Al año siguiente, cuando ya había enraízado bien, me llevó a injertarlo con unos esquejes de reineta que cogimos del huerto de casa. Con un serrucho, una fouz, un poco de barro y unos trapos para encañar me enseñó a injertar y llegué a comer manzanas de aquel árbol, juanón en sus orígenes, que llegó a dar reinetas.
En la foto también se ve, entre otros, el prao la Cuesta de Eufronio que otro día contaré alguna aventura con Quevedo y el gato que tenía más de una vida.

Un abrazo.

P. D. ¿Alguien me puede decir como llamábamos jugar a dar tumbos, es decir, tumbarte en una cuesta de un prao y rodar hasta el llano?

Hola Peña. Me alegra verte por aquí con tus historias.

El juego ese puede tener varios nombres. Si lo hacías después de que pasaran las vacas por el prao, se llamaría "Aplasta la plasta"

Ana