FOLLOSO: Un relato perfecto, no se puede pedir más, tienes una...

En Folloso se sembraban las patatas en primavera y se recolectaban, se sacaban, en la otoñada. Se hacía en las linares de regadío y en las tierras centenales de secano que tenían un grosor de tierra suficiente para conservar el tempero y no dejarlas secar con el rigor de los tres meses de infierno.

Preparada la tierra con las aradas correspondientes, abonada, pasado el rastrón y dejada casi como cernada, se elegía el día más apropiado, dentro de la fase lunar que la madre sabía, para una buena cosecha. Se uñia la pareja con un yugo especial más largo para que los surcos quedasen más separados y se pudiesen volver a arar, una vez nacidas, para arrimar la tierra a sus tallos aéreos y hacer los surcos para poder regar. Seleccionada la simiente, se toceaban las patatas, asegurando que cada trozo tuviese un ojo del que brotase una nueva planta.

Cuando los patatales estaban en el más intenso verdor, de la noche a la mañana, las crestas de los tallos se poblaban de unos racimos blancos que parecían papeles de seda arrugados y en su centro unas mazorcas amarillas. Así eran la mayoría, pero había algunas flores en las que los pétalos estaban mucho más definidos, se separaban unos de otros formando lengusa curvadas hacia el exterior, surcados de línesa longitudinales y difuminandose en la blancura el color malva-remolacha. En el interior de los seis pétalos blancos se organizaban los estambres con sus fardeles de polen amarillo, destacando en el centro, con forma de campanilla, el pistilo receptor. Cuando la salpicadura de velos nupciales desaparecía y volvía el verde más intenso, aquellas florecillas blancas con sus mazorcas amarilllas se habían transformado, en un regular proceso, en unas bolitas verdes con unas semillitas en su interior: los nisos de las patatas. Aquellos tomatitos no los comíamos, ni se utilizaban como simiente o para cruzar clasae de patatas. Allí morían en la planta y solo servían para alguna batalla incruenta entre rapacines. O para hacer puntería contre una piedra lisa de una pared, contra el tronco de algún frutal o contra alguna peña a tiro. Después de oír el ¡plaf!, imaginar realidades con la forma creada por el jugo de aquel niso estrellado en la superficie elegida. Estas prácticas solían ser en solitario porque la compañía para competir en batallas o en punterías estaba muy cara.

Recuerdo finalizado junio cuando venía con las manos finas de estudiante, como decía mi padre, y había que ir a eliminar los competidores de las patatas, sobre todo los "cenizos", hierba resistente e inextinguible. Había que coger el "escavín" o la azada y arrimar la tierra a la planta y eliminar las malas hierbas. Las manos se llenaban de "burras" y la carne viva hacía su presencia. Se metían las manitas en agua con vinagre y sal y uno, mÁs o menos, imaginaba la Pasión de Cristo. Los cenizos desprendían una substancia ácida que te dejaba las piernucas coloradas y picosas. No era el escozor de las ortigas pero picaba. Entre dolor de riñones, picores en las pierna, las burras y la carne viva de las manos, íbamos acompañando los patatales a su destino.

Para que el sol cenital del verano follosino no se llevara por delante los tubérculos que serían la base de la alimentación de personas y animales domésticos, había que conducir el agua del pozo por presas y represas, atorcando y desatorcando hasta llegar a la huerta y con medida y cálculo ir llenando surco a surco, arreglando reventones y embarrándote hasta la rodilla.

La siguiente batalla era a muerte. Se les había ganado la batallla a los cenizos con burras y riñonadas; se le ganaba la batalla al sol con pericia y conducción; pero ahora la batalla era a muerte, en lucha encarnizada. Los escarabajos y sus insaciales larvas debían ser conbatidos con el sulfato.

Algunos tenía máquinas de sulfatar. Especie de mochila con tapón enroscable y una goma que acababa en un regadera. En mi casa utilizábamos utensilios más rudimentarios: todo reutilizado. Un caldero de latón y una escoba vieja que se le había cortado el mango. Imitábamos al cura con el calderín y el hisopo. Nosotros también bendecíamos, pero con mala intención. Surco a surco, planta a planta no qudaba escarabajo, larva o huevo sin el "aspergime domine" del sulfato de la Cruz Verde.

Y así, sin tregua ni descanso, se llegaba en la otoñada a la saca de las patatas que se cargaban en el carro con cañizos y cuidadosamente se hacía un "muelo" sobre paja de centeno en el cuartobajo y allí se guardaban con poca luz para que no se grillasen y conservasen su alimento y sirviesen de simiente al año siguiente.

Escavando, regando, sulfatando, con riñonadas y burras se convertían en primer plato de almuerzo y cena de la mayor parte de los días del año.

¡Sólas, acompañadas, caldosas, espesas, en cachelos, bien sazonadas, nunca "orudas", ni "llandias", placer de dioses, las benditas patatas!

Un abrazo.

Un relato perfecto, no se puede pedir más, tienes una memoria prodigiosa, ¡fíjate! Tenía olvidado los cenisos, a mí se me esta ocurriendo que alguna vez temprano cuando se iba a regar llenando los surcos de agua de repente aparecían aquellos sapos enormes, que al verlos hacíamos aspavientos y ajagüeiros, eran feos y repelentes, hace tiempo que no los veo igual también se extinguieron. Sigue con tus relatos, que es como una película de nuestras vivencias, Gracias Sr. Peña.
Un abrazo.


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