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FOLLOSO: En León era bastante habitual retarse a echar un pulso...

En León era bastante habitual retarse a echar un pulso entre los mozos y entre los rapaces por imitación. A veces, incluso se hacían apuestas, las más comunes eran convidar a la ronda. Era deporte de cantina, chigre, patrona y de mili. Se tiraba de dos maneras al pulso con el dedo corazón y con el brazo apoyando el codo en una mesa o superficie y cogiéndose por la mano. Consistía en hacer tocar con el dorso de la mano, al otro tirador, contra la superficie donde se tirase.
A mi tirar a dedo nunca me gustó, lo hice alguna vez, pero antes de empezar a tirar me rendía porque siempre tenía la impresión de que se me iba a romper la falange. Con la mano, era otra cosa, ahí no tenía sensación de que se me rompiera nada y mi hermano, desde muy pequeño, me había enseñado técnica que yo aplicaba con el empeño de saberme alumno aventajado. Mi hermano era más alto que yo, más ancho y el peso siempre le rondó el quintal, aunque estaba fibrado y sin presencia de grasa. Cuando yo ya era un chavalote y tenía casi su estatura y peso para no ser ya un "alfilitero", con la disculpa de pedirle consejo de cómo tenía que colocar la muñeca, quise medirme con él, que era un gran tirador, para saber de mi situación en relación a una primera figura. Me explicó, tienes que tirar así, y asao y esto y lo otro. Yo, sin que se notase, invité a que me lo demostrara en la práctica y para ello tiramos un poco. No llegamos al final, mi hermano me dijo que tiraba mucho. Aquello, confirmó lo que yo sospechaba, al mismo tiempo que era lo que quería oír. Yo me lo creí y desde aquel día no rechazaba ninguna ocasión que se presentase para echar el pulso y sentir el goce del triunfo.
Entre los muchos echados, recuerdo uno con Agapito en casa de la Sra Quela, "La Fía". Agapito, el que paseaba el huevo frito cargado en el tenedor como si fuese una "forcada" arriba y abajo, dependiendo de la conversación, seguramente le había oído a mi hermano que tiraba bien al pulso y no desaprovechaba ocasión para buscar el momento para que echásemos uno. Mi hermano siempre terciaba buscando argumentos de descarga a mi favor. "Déjalo que todavía tiene que crecer, no seas abusón". Un día me acorraló de tal manera que no tuve ocasión ni manera de salir airoso evitando el batirme. El acorralamiento fue tal que nada más faltó que me fustigara con un guante en la cara. Mi padre vivía con mi hermana en Gijón, por aquellos días pasaba una temporadina con nosostros en Palencia. Mi padre fue testigo del empecinamiento de Agapito en echar el pulso. Mi padre no enfrió la cosa, como hacía mi hermano. Casi la encendió más. Trató de usted al mando militar de la Benemérita y en tono de sentencia le dijo: "Para llevarlo va usted a tener que ir a Burgos a buscar la pareja". Agapito Apráiz era de un pueblo del norte de la provincia de Burgos. Los allí presentes, que querían sangre, no entendieron si mi padre se refería a la pareja de la Guardia Civil o a la pareja de las vacas. Sin solución de continuidad nos arremangamos, nos situamos uno en frente del otro, nos miramos y allí empecé a aplicar la técnica, la estrategia y la astucia que mi hermano me había enseñado. Todo consistía en respirar, en abrirle el angulo que el brazo y el antebrazo formaban con vértice en el codo, resistir para que no te lo abrieran a ti y cuando sentías que el otro aminoraba la fuerza, entonces, tirar a morir hacia ti y girar la mano para coger el camino de descenso hacia la mesa. La operación se repitió varias veces y ya percibía que lo tenía. Su angulo era grande yo no había dejado de respirar, todavía me sentía el brazo y a él lo veía bastante encarnado. Estaba a punto de tirar a muerte para que su brazo empezara el descenso hacia la mesa y que su mano se doblegara ante la mía... Cuando, sacando fuerzas de flaqueza, habló con voz de mando: " Tiras mucho chaval". Y allí, reduciendo el pulso a una simple operación de comprobación se acabó el pulso sin vencedor ni vencido. En mi fuero interno me sentí vencedor y aprendí que las "triquiñuelas" también sirven. Seguramente si no me hubiese dejado intimidar y hubiese apretado con todas mis fuerzas, hubiese ganado un pulso y perdido el reconocimiento, el respeto y la propaganda que Agapito me tuvo y me hizo.

A los dos años me fui a la mili al Ferral del Bernesga, II Compañía, formada por doscientos reclutas. No tiré con todos, pero ninguno me llevó.

Hace unos doce años, con mi amigo Raúl, ya no entre nosostros, también hicimos combate nulo. Raúl era un tio legal, noble, amigo. Era gallego y ejercía de tal. De aldea, criado sin padre, mayor de cuatro hermanos. Tenía una boca disparatada, podía decir la mayor barbaidad del mundo en el momento y lugar más inapropiado, pero en él nunca estaba fuera de lugar. Estaba poseído de un don especial. Era de mi estatura, pero pesaba entre cuarenta y cincuenta kg. más que yo. Y las manos eran dignas de verse. Yo oí como le decian que se asemejaban a un racimo de plátanos y que parecían el muestrario de un vendedor de penes. Un día de verano, después del café y el mus, salió lo del pulso. Y entre bromas, manos, dedos, peso y recuerdos, rejuvenecimos echando un pulso. El tiempo era otro. Costaba respirar, el brazo ya no se sentía y con la mirada nos dijimos que lo dejábamos en nulo y así quedó, reconociéndonos que en nuetra juventud habíamos tirado bien y mucho.

Un abrazo.