FOLLOSO: El desembarco en el enorme colegio fue una empresa...

El desembarco en el enorme colegio fue una empresa no desposeída de retos, descubrimientos, zozobras, miedos, pocas certezas y multitud de inseguridades. Mi escenario vital había sido la Lomba, lo que se dominaba de Omaña desde las diferentes Peñas de los Valles y las excursiones a Riello, Castro, Pandorado y la Garandilla. Conocía los sonidos, las voces y los silbos; los balidos y los bramidos, las señales de todos los vecinos; de quién eran los prados y de quién las tierras. Allí, en la ciudad, había otros códigos y sobre todo, en mí, abundaba la nostalgia. Las filas, las clases, los hermanos, los seglares. La clase dividida en campos, el tener Jefe, el tener tu opuesto. El premio, los castigoas, las batallas, el dar diez vueltas al patio, las bofetadas, los reglazos, el ponte de rodillas. Un libro para cada asignatura. El acostumbrarte a la pluma estilográfica. Los compañeros de capital que se burlaban. ´
Me recuerdo del profe de Matemáticas, El Viti, de muy corta estatura, de muy largo genio y de mano ligera. El cuaderno milimetrado, cada número en su sitio, con equidistancia, ¡lo que me costaba! Y lo que me costó averiguar lo que significaba el 10, raya de quebrado, 10 que colocaba en el margen que bajo ningún concepto podías invadir.
D. Angel de la Vega, nos daba Lengua Española. No recuerdo de él nada más que el nombre.
D. Angel Matos, nos daba Geografía. Llegaba al colegio con una Iseta de tres ruedas. Parecía un huevo y se abría por delante. El Hermano Antonio nos daba Religión. El de Dibujo no me acuerdo cómo se llamaba, sí de cómo dibujaba las hojas de los vegetales.
El Hermano Antonio era el encargado de la clase. Estaba en las filas de la entrada y cuando se hacía el cambio de profesor. Nos acompañaba al recreo y en la tarde de premio. Nos controlaba en la Capilla: la misa, el rosario, los primeros viernes, los ejercicios espirituales, las flores a María...
Y sobre todo nos enseñaba Análisis morfológico y sintáctico que D. Angel no daba.
La clase estaba dividida en dos campos, cuyos jefes eran: Menéndez y Gavela. Ellos iban escogiendo uno a uno hasta que todos quedábamos encuadrados en un Campo. Se iban escribiendo las listas y se formaban las parejas. Quien te tocara, era tu sombra y tú la suya. Si un profesor preguntaba a uno, el otro, sin que nadie le dijese nada, tenía que levantarse y estar al quite. Si el contrario fallaba, tu tenías la oportunidad de apuntarte una vicroria. Por cada pregunta contestada, una victoria, por cada pregunta fallada, una derrota. Si alguien hacía una trastada, derrotas. Si encajabas la pelota a la vía, una o varias derrotas. De tanto en tanto había una batalla. Se colocaban los Romanos en un extremo de la clase, y los Cartagineses en el otro. Uno enfrente del otro, empezando por los jefes. Cada uno con las preguntas escritas que se había preparado. Si tu oponente no contestaba quedaba eliminado, y así hasta que los miembros de un Campo quedaban todos eliminados. En las batallas había en juego muchas victorias y derrotas. Hecho el computo general, había un campo que ganaba y tenía su premio que consistía en ir de excursión a unas eras y jugar un partido de fútbol. Hasta los Hermanos se arremangaban la sotana y también jugaban. Si salías, eras muy feliz, pero si tenías la desgracia de que tu Campo no contabilizara una victoria más que el otro, en la classe, aquella tarde quedabas con el amargor de la derrota que te producía impotencia, pero al mismo tiempo incomprensión y culpabilidad. Era un no entender.
El hermano Antonio, era un hombre alto, seco, con los pómulos bastante pronunciados, cerrado de barba negra, pero de piel blanca. Pelo cortado a cepillo. Era seco en la expresión, corto de palabras y con un tic, cogerte por las orejas. Te cogía con los dedos índice y pulgar por la parte superior de la oreja. Con destreza, separaba la piel de la ternilla del pabellón auricular y frotaba los dedos, uno contra otro, con tu piel orejil en el medio, aumentando poco a poco la intensidad. Tu oreja aumentaba de calor y de color. Se convertía en una auténtica brasa. El dolor era muy intenso y cuando dejaba de apretar, aunque seguía doliendo, parecía que entrabas en la bahía de la tranquilidad. Las orejas algunas veces te quedaban un poco peladas y era condenable, pero de palabra nunca te faltaba y trataba por igual a todos. Por su aspecto, o por su comportamiento había sido apodado y se le conocían por Rostro Pálido.
Aquel primer curso aprobé todas. Gané tres diplomas, aunque uno no me lo dieron porque cambiaron al hermano Visitador que era quien los entregaba.
El verano llegó como todos, con su calor y las faenas que no cambiaban. Los primeros días era un poco duro, te salían ampollas en las manos, burras decíamos nosotros. Se reventavan con una aguja, se metían las manos en agua con sal y vinagre y en cuatro día estaban con unos callos perfectos. Tenías que madrugar para llevar las vacas a Oceo, pero tenías el cariño de los tuyos que habías añorado todo el trimestre y lo compensaba todo. Explicabas la lista de tus compañeros de clase, los profesores, los campos, todo. Me sentía importante, orgulloso del deber cumplido. No me acordaba para nada de los malos tragos. No fue, relamente, un mal año, a pesar de la nostalgia y la enormidad de la ciudad y la lejanía de Folloso.

El segundo curso, ya no fue igual. No teníamos a Rostro Pálido. Teníamos al hermano, Julián. La mayoría lo habían tenido en Preparatoria. Los intrusos en el grupo éramos pocos. Entre Julián y yo no hubo química desde el primer día. Se comió una letra de mi apellido y lo convirtió en objeto de mofa. Las risas fueron abundantes y ensordecedoras. Se notaba la risa del pelota. En su cara se dibujó la sonrisa y la mueca del convencimiento de que aquel chico no pertenecía al grupo hecho y cerrado que tiene sus códigos y sus complicidades. No estaba Rostro Pálido que no permitía esos comportamientos, donde todos, más o menos, éramos iguales.
El hermano Julián, seguramente, sin querer, me puso mote y no supo imponerse, para borrarlo y que no fuese objeto de burla de aquellos niños de capital, de mucha comunión y poca caridad. Optó por lo fácil.
Nos dio Matemáticas. Se me atragantaron. Ni el Teorema de Tales, ni la demostración de la semejanza de triangulos fui capaz de comprender aquel segundo curso amargo con los Hermanos del Beato.
Las cosas casi nunca vienen solas. Vivía en la calle Pérez Crespo, perpendicular al Espolón dónde desembocaba y moría. Enfrende de mi calle había una tienda de comestibles y encima del mostrador, justo enfrente de la puerta, en aquella tienda que regentaban como propietarias dos hermanas, tenían colocada una bombonera de cristal, bastante grande con su boca y su tapón negro, donde guardaban un sin fín de caramelos que vendían por unidades a, entre otros, los golosillos estudiantes que por allí pasábamos. Al lado de mi patrona había un almacén de vinos, Bodegas Tascón. El hijo del dueño era unos tres años mayor que yo. Lider del grupo de la chavalería del barrio. Mandón, faltón y cruel conmigo. Ya me tenía muy harto y un día delante de todos me llamó por el mote que me había impuesto el hermano Julián. Las lágrimas me vinieron a los ojos, pero no salieran, me las tragué porque sentí la sal en las últimas papilas. Retrocedí, busqué en la calle que no estaba asfaltada, un jeijo medianito y con toda la fuerza de un niño de once años, herido en su orgullo, le lancé la piedra. No sé, si realmente a dar, pero con toda mi fuerza, sí. La piedra no se estrelló en Tascón, que era su objetivo, lo salvó por encima, salió de Pérez Crespo, atravesó El Espolón, cruzó la puerta de la tienda que regentaban las dos hermanas y se estrlló contra la bombonera que quedó, según me contaron, hecha mil añicos.
Ya nunca más pasé por delante de la tienda. Me buscaban, me reclamaban el precio de la bombonera. Para ir al colegio, salía en la otra dirección e incluso algún día que las veía que me esperaban, daba la vuelta a la estación de Matallana y subía por las escalerillas de Ramón y Cajal. Todo un peso grande aquel aciago curso: el Hermano Julián, el mote, Las Matemáticas y la bombonera. Llegó junio y me quedaron las Matemáticas.

Un abrazo
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Como siempre encantadores tus relatos....
Que memoria, como recuerdas todos los detalles.
Un abrazo.