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BUSTILLO DEL PARAMO: Cuando yo era un rapazuelo en Bustillo, una de mis...

Cuando yo era un rapazuelo en Bustillo, una de mis hierbas preferidas, cuyo conocimiento era fruto de las enseñanzas del maestro y de las clases al aire libre en el campo y en su compañía, era la colleja por sus hojas aterciopeladas, por sus flores acampanadas, que cuando se secan no se deforman y quedan como pequeñas campanillas de pergamino, y por sus virtudes culinarias.
Alfonso -le decía yo a mi amigo-, tú que sabes tanto de plantas y flores, ¿podrías decirme qué planta es ésta -y le enseñaba una hermosa mata de collejas.
-Hombre... decir, decir, lo que se dice decir.... no, pero las hay visto muchas veces.
-Sí, ya veo que no lo sabes. Pues esta planta se llama colleja, y echa unas flores muy bonitas que parecen campanillas.
-Ja, ja, ja, ¡una colleja! -reía Alfonso-, ¿como esas que te da algunas veces tu agüelo?
-Oye, chaval, -le decía yo un poco mosca-, que hay visto que mis agüelos me quieren más que a ti los tuyos.
-Sí, pero no me digas que de vez en cuando no te zurran bien la badana.
-Venga, venga, no seas berzotas -le decía yo volviendo la conversación a su cauce-, tú pregunta a los entendidos y verás lo que te dicen de esta planta; mientras tanto puedes hacer una cosa: mira, coge un buen puñado de ellas y esta noche, cuando estés en casa, la dices a tu madre: madre, hay la voy a dar unas collejas; si reacciona mal, tú reaccionas más aprisa y la dices: ¡eh, eh, eh, que son de las que se comen!
Efectivamente, Alfonso cogio un buen puñado de ellas, pero nunca llegué a saber si le hizo la propuesta a su madre o no; supongo que no, pero en el caso afirmativo yo, que recuerdo muy bien el ambiente de la época, diría que lo más probable es que se encontrara más o menos con esta sorpresa: ésas te las vas a comer tú ahora mismo y si no las quieres te las engarganto, ¡so bribón!
Hoy esos campos, antaño llenos de piedras y con poco interés para su cultivo, han quedado completamente limpios con la ayuda de la moderna maquinaria, y, gracias a los productos químicos para enriquecer cualquier clase de suelo, se ven hermosos sembrados de trigo, cebada, centeno y girasoles, surcados por caminos que parece que se pierden en el infinito (son mis caminos del páramo). De vez en cuando un espino solitario, un majuelo que dirían mis amigos, queda como testigo de que también el páramo era capaz de producir algo, aunque fuera poco. Es cierto que esas majuelas de hermoso color rojo, pero de sabor dulzón, eran bien poca cosa, y además tenían la mala fama de producir dolor de cabeza, pero nosotros no solíamos hacer mucho caso de esa creencia popular y preferíamos experimentar, ¿cómo? comiendo a veces hasta ponernos ciegos.
Hoy, por esos caminos del páramo se levantan de vez en cuando las alondras, se ven correr las perdices a lo lejos, incluso se puede observar alguna vez el paso rápido y nervioso de un par de cervatillos, pero lo más importante de todo es que por esos caminos se escucha, ¡y de qué manera!, el silencio, ese silencio que tanto se echa de menos en cualquier ciudad, pero sobre todo en las grandes urbes que, poco a poco, se van volviendo inhumanas.
¿Que alguien busca un lugar silencioso donde ordenar sus ideas, donde dar algún reposo a su cabeza atormentada por los mil y un problemas que le crean a uno aquellas entidades, aquellos organismos, aquellas compañías que dicen que todo lo que hacen lo hacen por tu bien pero, en realidad, todo lo hacen por tus bienes? Que no lo busque en una gran ciudad, en medio de las máquinas compresoras y martillos neumáticos que hoy levantan el asfalto de esta calle y mañana el de aquela, o aquella, o aquella otra; que no lo busque entre las sirenas... de bomberos, sirenas de ambulancias, sirenas de la policía, entre motos enloquecidas, gritos en los mercados, gritos en los colegios, gritos en los estadios, gritos en todas partes. ¡Que lo busque en los páramos! Chindasvinto