Antes de clausurar mi ordenador por unos cuantos días voy a plasmar una de mis vivencias porque dentro de unas horas, desde aquellos páramos que pienso patear, como de costumbre, y a la vista de aquellos paisajes que llevo grabados en mi interior como con fuego, estoy seguro de que mi memoria se refrescará y surgirán otros recuerdos que ahora están como aletargados.
Cuando yo era el rapaz de Bustillo, la técnica aplicada a las labores del campo iba llegando con mucha dificultad y a pasos muy lentos allá por los primeros años de la posguerra. La siembra se hacía acompasando el paso con el brazo que llenaba el puño de la simiente que se trataba de sembrar en una especie de alforja colocada ante el pecho y la iba descargando extendiéndola a ojo de buen cubero, pero con una exactitud casi milimétrica, sobre la tierra convenientemente preparada.
Según la especie de cereal de que se tratara, la recolección, una vez madurada la planta, se hacía con la ayuda del dalle, de la hoz, de la máquina de segar, que ya comenzaba a introducirse, o simplemente arrancándola a mano (pelar) con una buena dosis de paciencia.
Caporal, hoy vamos a pelar los yeros de la tierra grande de la Hontanilla.
Para mí, ir a los lugares más apartados de la aldea era como una especie de excursión o de viaje de exploración, porque aún era nuevo casi todo lo que veía. Las curvas y recovecos del camino tenían cada uno su olor según la clase de hierbas que crecieran a su lado; por eso, cuando había pasado una vez por ellos, sabía con toda exactitud cuándo llegaba el rincón de las madreselvas, el de las zarzamoras, la tierra de esparceta de Alejandro, las alholvas de Felipe, las mimbreras donde Secundino cortaba brazados de mimbres para hacer cestos y serones y para pulir algunos hasta dejarlos como si fueran correas de cuero con las que después, utilizando la larga paja de centeno que él sabía ir añadiendo con mano maestra, hacía unos escriños que eran la envidia de los labriegos de la aldea.
Si por casualidad había visto salir un pájaro de un matorral o de una tapia de piedra seca sin que nadie le obligase a ello, examinaba con todo detenimiento el lugar en todas direcciones hasta que, alguna vez, mi insistencia daba con lo que, consciente o inconscientemente, iba buscando: un nido. De esa forma iba familiarizándome con los rabilargos a los que mis amigos llamaban rabocandiles (lavanderas), colorines o sietecolores (jilgueros), bubulillas (abubillas), picorrelinches (picos carpinteros), tordas (mirlos), cuculillos o cuclillos (cucos), palomas tocaces, golondrinas, aviones, vencejos, gorriones, amén de codornices y perdices, y otros pájaros menudos que por ser menos familiares o evitar más bien el contacto humano, quedaban sin identificar o sin poder determinar la diferencia entre ellos: reyezuelos, herrerillos, petirrojos...
Tío, ¿cuántos vamos a ir a pelar yeros? --preguntaba yo un poco intrigado y orgulloso en el fondo de que se me considerara una fuerza viva en la tarea de la pela.
Todos: los agüelos, la Eugenis, tú y yo, porque la tierra es muy grande y queremos terminarla hoy.
Como aquel día había que dedicarlo por completo a la pela y yo estaba dispuesto a colaborar como el primero, le digo a mi tío:
Tío, me voy el primero a la tierra y cuando lleguen ustedes --el tuteo en el medio rural estaba por entonces completamente descartado-- la tendré
medio pelada.
Ojo, no te equivoques de camino; ¿sabes dónde está la Hontanilla?
Claro, ¿si ya hemos estado allí otras veces!
Bueno, Caporal, se ve que, además de avispado, tienes madera de trabajador.
Aquel día yo me olvidaba por completo de los nidos de rabocandil, de los trinos de las alondras, del rincón de las madreselvas y de la esparceta de Alejandro; yo quería llegar pronto y demostrar a todos que me hacía mayor y que podían confiar en mí para cualquier labor.
Me puse a pelar yeros como un poseso y eso fue lo que me perdió. A juicio mío, una máquina quizá lo hubiera hecho algo más rápido,`pero no mucho... Lo cierto es que a los cinco munutos las ampollas habían apuntado ya a la raíz de cada dedo y a los seis habían optado por reventar.
Jo, cómo turran --pensaba yo, escondiendo las palmas bajo el sobaco.
Al llegar los míos y ver cómo me soplaba las ampollas y me atusaba el pelo sin saber qué hacer, me dice mi tío:
Hola, Caporal, ¿no has podido terminar con toda la tierra? No te preocupes, que aquí venimos nosotros a echarte una mano; siéntate en la linde y mira a ver si coges algún grillo.
Esa humillación fue una de las lecciones que aprendía al contacto con la naturaleza y al calor de mi gente. Hasta al Lirio (ése era el nombre del perrillo que seguía los pasos de mis abuelos dondequiera que fueran), sentado a mi lado, lo imaginé dándome lecciones como diciendo: no te preocupes, muchacho, que cada día se aprende algo nuevo y lo que tú has aprendido hoy es muy importante (continuará). Chindasvinto
Cuando yo era el rapaz de Bustillo, la técnica aplicada a las labores del campo iba llegando con mucha dificultad y a pasos muy lentos allá por los primeros años de la posguerra. La siembra se hacía acompasando el paso con el brazo que llenaba el puño de la simiente que se trataba de sembrar en una especie de alforja colocada ante el pecho y la iba descargando extendiéndola a ojo de buen cubero, pero con una exactitud casi milimétrica, sobre la tierra convenientemente preparada.
Según la especie de cereal de que se tratara, la recolección, una vez madurada la planta, se hacía con la ayuda del dalle, de la hoz, de la máquina de segar, que ya comenzaba a introducirse, o simplemente arrancándola a mano (pelar) con una buena dosis de paciencia.
Caporal, hoy vamos a pelar los yeros de la tierra grande de la Hontanilla.
Para mí, ir a los lugares más apartados de la aldea era como una especie de excursión o de viaje de exploración, porque aún era nuevo casi todo lo que veía. Las curvas y recovecos del camino tenían cada uno su olor según la clase de hierbas que crecieran a su lado; por eso, cuando había pasado una vez por ellos, sabía con toda exactitud cuándo llegaba el rincón de las madreselvas, el de las zarzamoras, la tierra de esparceta de Alejandro, las alholvas de Felipe, las mimbreras donde Secundino cortaba brazados de mimbres para hacer cestos y serones y para pulir algunos hasta dejarlos como si fueran correas de cuero con las que después, utilizando la larga paja de centeno que él sabía ir añadiendo con mano maestra, hacía unos escriños que eran la envidia de los labriegos de la aldea.
Si por casualidad había visto salir un pájaro de un matorral o de una tapia de piedra seca sin que nadie le obligase a ello, examinaba con todo detenimiento el lugar en todas direcciones hasta que, alguna vez, mi insistencia daba con lo que, consciente o inconscientemente, iba buscando: un nido. De esa forma iba familiarizándome con los rabilargos a los que mis amigos llamaban rabocandiles (lavanderas), colorines o sietecolores (jilgueros), bubulillas (abubillas), picorrelinches (picos carpinteros), tordas (mirlos), cuculillos o cuclillos (cucos), palomas tocaces, golondrinas, aviones, vencejos, gorriones, amén de codornices y perdices, y otros pájaros menudos que por ser menos familiares o evitar más bien el contacto humano, quedaban sin identificar o sin poder determinar la diferencia entre ellos: reyezuelos, herrerillos, petirrojos...
Tío, ¿cuántos vamos a ir a pelar yeros? --preguntaba yo un poco intrigado y orgulloso en el fondo de que se me considerara una fuerza viva en la tarea de la pela.
Todos: los agüelos, la Eugenis, tú y yo, porque la tierra es muy grande y queremos terminarla hoy.
Como aquel día había que dedicarlo por completo a la pela y yo estaba dispuesto a colaborar como el primero, le digo a mi tío:
Tío, me voy el primero a la tierra y cuando lleguen ustedes --el tuteo en el medio rural estaba por entonces completamente descartado-- la tendré
medio pelada.
Ojo, no te equivoques de camino; ¿sabes dónde está la Hontanilla?
Claro, ¿si ya hemos estado allí otras veces!
Bueno, Caporal, se ve que, además de avispado, tienes madera de trabajador.
Aquel día yo me olvidaba por completo de los nidos de rabocandil, de los trinos de las alondras, del rincón de las madreselvas y de la esparceta de Alejandro; yo quería llegar pronto y demostrar a todos que me hacía mayor y que podían confiar en mí para cualquier labor.
Me puse a pelar yeros como un poseso y eso fue lo que me perdió. A juicio mío, una máquina quizá lo hubiera hecho algo más rápido,`pero no mucho... Lo cierto es que a los cinco munutos las ampollas habían apuntado ya a la raíz de cada dedo y a los seis habían optado por reventar.
Jo, cómo turran --pensaba yo, escondiendo las palmas bajo el sobaco.
Al llegar los míos y ver cómo me soplaba las ampollas y me atusaba el pelo sin saber qué hacer, me dice mi tío:
Hola, Caporal, ¿no has podido terminar con toda la tierra? No te preocupes, que aquí venimos nosotros a echarte una mano; siéntate en la linde y mira a ver si coges algún grillo.
Esa humillación fue una de las lecciones que aprendía al contacto con la naturaleza y al calor de mi gente. Hasta al Lirio (ése era el nombre del perrillo que seguía los pasos de mis abuelos dondequiera que fueran), sentado a mi lado, lo imaginé dándome lecciones como diciendo: no te preocupes, muchacho, que cada día se aprende algo nuevo y lo que tú has aprendido hoy es muy importante (continuará). Chindasvinto