Madrid, 1936.
El ministerio de la Gobernación, la Dirección General de Seguridad, la Junta de Defensa y el Delegado de Orden Público habían dispuesto en un paraje solitario, al pie del Cerro de
San Miguel, el fusilamiento de millares de presos de cárceles madrileńas. Cada
noche, de madrugada, uno de los milicianos gritaba la lista de nombres de los presos que serían transportados desde su prisión, La Modelo, Ventas, San Antón o Porlier, atados y amordazados, hasta su destino trágico en aquel
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